La Voz del Interior @lavozcomar: ¿Qué hacemos con la escuela?

¿Qué hacemos con la escuela?

Nos reencontramos a duras penas con la escuela, para disfrutarla o padecerla. Después de la “escuela en casa”, porque llegaba a la casa por e-mail. A algunas casas, a pocas.

Había quedado lo peor de la escuela: sentados, completando actividades e intentando adivinar cuál era la respuesta exacta que la “seño” espera.

Los maestros trabajaron mucho, compartieron el trabajo con los padres y tuvieron la ilusión de que ellos los valoraran más.

Fracasó la escuela en casa. Y esto no se discute más, porque sobran las evidencias.

¿Qué pasó sin la escuela?

Se inauguraron otras formas de aprender en la relación con los padres; se acortaron las distancias entre lo que dice la “seño” y lo que dice la mamá, y, mal que mal, respondían las consignas.

¿Todos los chicos? Más o menos el 30%. ¿Y los otros? Para los otros, la escuela no cabía en la casa y como si nada.

Por falta de recursos culturales en las familias, por las dificultades de conectividad. Para ellos, más trabajo infantil, maltrato, deserción escolar, disminución de la calidad de los conocimientos adquiridos. Total, no importa, lo mismo pasan de grado. Pasar de grado se justificó como “continuidad pedagógica” ya hace más de 10 años.

¿Y los maestros?

Dos años sin clases de calidad, sin enseñanzas significativas. ¿Todos los maestros? No todos. Muchos hacían malabares con tareas que exceden la función de enseñante y la desdibujan, le quitan el foco.

Los amigos –a quienes ahora veían en el Zoom– son lo único que los chicos recuerdan de un año para el siguiente con un semblante alegre. Y cuando se les pide recordar algún contenido, fruncen el ceño.

Algunas negaciones se escuchan: “Todo bien; somos un equipo que trabajamos articulados con el equipo directivo, que nos ayuda permanentemente”.

Los maestros esquivan la intensa aspiración de pedir licencia, porque una licencia psiquiátrica resulta vergonzante. “Es una mancha en el legajo”, dicen en el ambiente.

El trabajo en casa los dejó sin red. Trabajar sin red resta sentido transformador a la enseñanza: una secuencia de actividades poco interesantes y repetitivas, atemporales, circulan desde antaño en las escuelas. Y niños en tercer grado y hasta en sexto sin saber leer.

Duele.

¿Cómo fue posible que llegáramos a esto?

Me dirán: ¿cuál es tu propuesta?

A mí me preocupan los chicos y la increíble capacidad de diagnosticarlos como discapacitados con etiqueta renovable, y someterlos a tratamientos en los que una de las primeras medidas es la adecuación curricular –disminuir la complejidad de los conocimientos–, lo que lleva a una menor oportunidad de desarrollo cognitivo.

Las escuelas exigen un diagnóstico, un rótulo sacado de un manual internacional de diagnóstico. Con esto piden un maestro integrador. Alguien que se ocupe de este alumno que “resultó discapacitado” porque al comenzar el año no copiaba del pizarrón o se levantaba de su banco.

Es hora de revisar estas legislaciones tan iatrogénicas.

Dice una madre: “Si tengo que aceptar que me digan que mi hija es discapacitada con tal que la Administración Provincial del Seguro de Salud (Apross) me cubra los tratamientos, lo hago, no tengo alternativa”.

Mucha discapacidad tiene su etiología fuera de los estudios médicos. Es consecuencia de carencias culturales, sociales y económicas, proviene de sectores desfavorecidos, sus padres no terminaron la escuela o es una familia numerosa, u otras condiciones por las que lo escolar pasa al último plano. El problema no es del niño, sino del rótulo.

La escuela sólo cita a los padres para descalificarlos y derivarlos al neurólogo.

Ellos se asustan cuando la maestra los cita y se preparan para una “batalla perdida”, porque no les alcanza el capital lingüístico para regular la respuesta que podrían darle a la maestra.

¿Cuántas reuniones de padres citan las maestras por año? ¿Cuánto hace que una familia no asiste a una reunión de padres donde ellos puedan hablar, dar su opinión y no sólo recibir información?

No hay acciones para coordinar con las familias y enriquecer el proceso. Hay temores entre padres y maestros, y el gobierno de la educación neutraliza, suaviza o castiga a los padres que se quejan.

¿Qué hacemos con la escuela? 50% de pobreza y 50% de inflación, un alto porcentaje de deserción escolar y un adelantamiento significativo de la maternidad… ¿Por dónde comenzamos los ajustes?

Hay una respuesta que se escucha mucho: los maestros tienen que estudiar en la universidad. ¿Será así? Parece que hay consenso con esta idea.

Es una lástima que hayamos perdido dos años con la falacia de la escuela en casa. Podríamos haber organizado espacios de capacitación acreditables para concursos de revalidación de los cargos. O mejor, no. Hagamos la carrera en la universidad… Bueno, yo no decido; otros tienen el poder o lo tendrán.

* Psicopedagoga; magíster en Salud Materno Infantil

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