La Voz del Interior @lavozcomar: Perdida en Brujas

Perdida en Brujas

A mi edad, ya he renunciado a la idea de conocer esa Europa que es mi última Thule, pero puedo imaginar historias sobre una ciudad con ese nombre, ya que en mi adolescencia leí una novela que sucedía en una Brujas de no sé qué siglo, contando una historia que ya no recuerdo.

¿Cómo supe de Brujas? La descubrí en el subsuelo del colegio de monjas donde me crié, en un libro que rescaté –por no decir robé– después de una lluvia que inundó uno de los sótanos.

Atraída por aquel viejo tomo, me senté en el umbral y, al ojearlo, encontré ríos con nombres de valses y países que jamás había oído nombrar. Se titulaba Viajes por Europa y caí en la tentación de llevármelo a casa. Me acompaña hasta hoy y lo he usado en mis novelas, porque tiene relatos de viajes que transcurrieron entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del 20.

En sus páginas, Sarmiento, Manuel Gálvez, Teófilo Gautier, Rudyard Kipling, Daudet, Edmundo de Amicis, Tolstoi, Zorrilla de San Martín y muchos otros, relatan sus paseos por ciudades como París, Londres, Burgos, Viena… y Brujas. Me llamó la atención el nombre del capítulo: “Brujas, la muerta”, y porque quien lo escribía era una mujer, la única dama que aportaba a aquel tomo, un relato de viaje.

“Brujas ejerce sobre mí una extraña influencia: la de esas ciudades que han tenido su poeta para cantar las glorias del pasado. Yo recuerdo Brujas, señora del mar del Norte” escribe Carmen de Burgos, nacida en España en 1867, que firmaba bajo el seudónimo “Colombine”.

Fue maestra, periodista, feminista, republicana, narradora y compañera de amores de Ramón Gómez de la Serna, bastante más joven que ella. Su biografía vale la pena, y se las debo para otra nota.

La escritora confiesa: “Después del primer momento, Brujas se apodera de mi espíritu”, y comienza a describir casas góticas, otras como pequeñas ermitas con las piedras carcomidas por los siglos, casitas minúsculas en calles desiertas donde todo es silencio. No, no están abandonadas; por los resquicios de las puertas, rostros curiosos observan el paso de la extranjera con ojos de un azul muy claro y “cabellos del color del lino”.

Asombrada, ve pasar mujeres que, a principios del siglo 20, parecen arrancadas de una ilustración medieval. Van envueltas en capas que rozan el suelo, con el rostro oculto por la capucha.

Un canal interrumpe su paso. “No –aclara la autora–, Brujas no necesita ser Venecia. Le basta con ser Brujas”. Sus canales, estrechos, están bordeados de árboles; las veredas son pequeños jardines, las ventanas están rodeadas de enredaderas y geranios. Navega en una barca pequeña, que armoniza con los cisnes que van tras la estela. Carmen de Burgos espía por las ventanas y entre las enredaderas y las cortinas de gasa, ve lámparas encendidas en pleno día, pero no oye voces, no distingue a nadie.

Entra en un café; nada se ha tocado por siglos en el intento de resguardar la atmósfera que pintó Rubens. La construcción, modesta, tiene las paredes cubiertas de cuadros; la viajera se conmueve ante un sillón junto a la chimenea, cruza el jardín, entra en una habitación encristalada, donde todavía se juntan los pintores.

Como me sucede con frecuencia, sobre la medianoche me llega un mail de Jorge, que estaba en Europa y ha pasado por Brujas. Me cuenta que ha caminado por el centro histórico, que es Patrimonio de la Humanidad, y agrega: “Recorrí sus callecitas, sus puentes, sus plazoletas y me sumergí en el apacible ritmo cotidiano. Es una ciudad silenciosa.”

Y pequeña, supongo; pero, ¿por qué Carmen de Burgos la llama en su libro “Brujas, la muerta”? La respuesta me llega inesperadamente: en la contratapa de una novela de 1906 –tengo la manía de comprar en librerías de usados–, donde un viajero belga de finales del siglo XIX, Georges Rodenbach, la llama con ese nombre. Carmen de Burgos debió leer aquel libro y, atraída por la historia, capta el espíritu del relato, en el que un hombre busca el recuerdo de la amada muerta.

Y mientras me adentro en el relato, comprendo que, aunque este no es muy bueno, el espíritu del texto, el nombre de la ciudad y el título elegido volverán a esa novela un libro inolvidable.

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