La Voz del Interior @lavozcomar: Estación Claridad

Estación Claridad

Una superficie blanca, una línea de luz que atraviesa la oscuridad, las figuras que se despliegan sobre la pantalla como si hubieran brotado de un líquido denso. Algo como el mercurio, una consistencia misteriosa que deslumbra.

Cinco escenas de cine.

Uno: las tardes de sábado repletas de cortos de Charles Chaplin o de Buster Keaton; el salón enorme de un centro cultural barrial; las sillas de plástico; las risas; los ratos de escaparse al bufé para traer un paquete de caramelos. La semipenumbra sobre la cara de mi madre; el efecto de eso sobre su ánimo; la magia. Yo, que tenía 5 o 6 años, me la imaginaba perfectamente en esa troupe. Delgadísima –como el Flaco–, tiernamente seria –como Keaton–, divertidísima –como Chaplin–, era alguien que podría haber formado parte del elenco de las películas que veíamos en esas tardes. Quizá íbamos ahí para recuperar un mundo que le era más afín –más amable– que la rispidez cotidiana que ofrecía el día a día.

Dos: las películas que se proyectaban sobre una tela blanca en el patio de un club de pueblo. Cada uno de nosotros llevando su silla para armar la platea. Las chicharras; un parlante viejo que satura el sonido; el ruido del tren que pasa a unas cuadras; los chistidos de las señoras que trataban de callar a sus nietos. Tatequieto, dice una, breve chirlo, cuerpos que se acomodan, el ruido perfecto del silencio. Y el ansia y la emoción. Esa minucia que trastornaba al pueblo por unas horas.

Tres: el cine de la calle 27 de Abril, la década de 1980 y los ciclos. Dos películas el jueves, dos el viernes, dos el sábado y dos el domingo. El recuerdo de un ciclo en especial: Meryl Streep. La primera película del jueves, La amante del teniente francés. La última del domingo, su producción más reciente en aquel momento: Enamorándose, coprotagonizada por Robert De Niro. Ese fuera de tiempo de quemar cuatro tardes en construir una constelación.

Cuatro: el Microcine de avenida General Paz, la puerta de vidrio, pesada, que me ponía a resguardo. Tantas veces entré ahí para apaciguar el frío o el cansancio. Mis 16 o 17 años y ese bote salvavidas donde nunca me fijaba qué película proyectaban.

Cinco: el cine Ángel Azul y sus posters sobre el vidrio, una boletería permeable a bolsillos flacos y algunos ángeles muy terrenales que me dejaban entrar aunque no llegara a pagar el precio de la entrada.

Luces

Una ruta nueva que no conozco, el camino que se abre, cuatro días dispuestos a crear una nueva relación con el tiempo. La gente del Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín –el Ficic– me ha invitado a ser parte del jurado de la competencia internacional. Cuatro días sobrepoblados de películas, de cigarrillos apurados en la vereda, de breves caminatas de una sala a otra, de encuentros, de charla.

Roger Koza –director artístico del Festival– habla del deseo y de la importancia de seguir poniendo esa pulsión sobre un mundo que cruje. Una época en la que, desde estamentos oficiales, se busca desprestigiar a la cultura y a sus trabajadores.

Llego a destino. Caminar por las calles de una ciudad chica e ir encontrando perros que viven mansamente su lazo con los humanos. Tirados al sol, haciendo parte de la utopía de un mundo más amable, que cobije un paisaje hecho entre todos.

En la plaza central, un chico toca la guitarra, un grupo de adolescentes toma mate y comparte apuntes. Posiblemente algunos de ellos, en un rato, estarán en alguna de las salas del Ficic. O quizá se acerquen a la noche, cuando el salón enorme del Centro de Congresos y Convenciones se llena de gente.

La cultura no es sólo una colección de obras de arte expuestas en un museo. La cultura también es esto: los chicos que charlan en la plaza, el que va punteando las cuerdas, quienes se saben partícipes de un espacio en común. ¿Es eso lo que esta época quiere poner bajo sospecha? ¿Lo comunitario?

La primera película que veo es Las ausencias, de Juan José Gorasurreta. Una vida y su trasfondo: la muerte de Evita, el bombardeo de 1955, la Noche de los Bastones Largos, la dictadura, la Guerra de Malvinas, el regreso a la democracia, las leyes de obediencia debida y de punto final. En poco más de hora y media, retazos de una vida sobre el escenario de los últimos 70 años, una sucesión de imágenes que hacen inevitable pensar en el devenir histórico, en cuánto nuestro presente brota de lo que hemos vivido.

No dejo de pensar en la luz. A veces se habla de esta época como un momento oscuro. Quizá habría que hablar de una luz que apunta en una dirección extraña. Un reflector que cae sobre nuestros ojos, nos ciega y recorta una escena de su contexto. Ese quizá sea el signo de este tiempo: el aturdimiento como arma. Pienso en los cazadores que, con faroles y linternas, esperan a las vizcachas en la entrada de sus cuevas. Encandilarlas, volverlas vulnerables, disparar.

Aquí, en esta pequeña ciudad, las luces no caen sobre nuestros ojos. Caen sobre un fondo blanco y nos ofrecen el milagro de compartir historias. ¿Es poco como resistencia ante el avance de la destrucción? Quizá. Quién sabe.

Pienso en un poema de María Elena Walsh: “No hay túnel que dure cien años, mi vida. / Mirá como se arruga la tiniebla, / la procesión de pálidas se desbarranca, / los funcionarios inauguran ruinas. / Y vos y yo fundamos aires buenos”.

En torno del fuego

Roger Koza dice en un momento que el cine es un “acto de amor”. Lo que vemos quienes asistimos al Ficic es un equipo de gente sonriente. Un chico pelirrojo que corta los tickets. Alguien que le pregunta la edad y él que contesta “18”. Pienso en Gorasurreta y Las ausencias. En cómo el cine puede atravesar una vida desde el principio.

Las películas que vemos dejan flotando en el aire preguntas que después se vuelven charla. ¿Qué verdades aparecen sólo bajo la forma de una ficción? ¿Contar una historia propia es contar la historia de todos? Algo empieza a brotar en cada proyección: la convicción de que no existe nada que pueda llamarse “destino individual”. Ninguno de nosotros puede ser recortado del contexto en el que vive, malvive o sobrevive.

Aquí, en estos días, los cuerpos se prestan, se entregan a la conversación. Conversaciones hechas de palabras, pero también de música, de silencios, de imágenes, de gestos.

Mientras escribo esta nota, veo un tuit del dramaturgo Gonzalo Marull. Menciona a Herzog y su idea de que el cine nació cuando el movimiento del fuego hizo correr a los búfalos pintados. Pienso que quizá el cine sea, también, ese fuego. El ritual de reunirnos en un refugio y entregarnos a las historias. Que en ese gesto está la potencia que puede mantenernos vivos. Algo de la esperanza se reconstruye aquí.

En mi cabeza, el poema de la Walsh: “Silba la calandria y nos sorprende en vela, / amuchados, con ganas de seguir. / Estación Claridad, vamos llegando”.

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