La Nación Economía: Los que esperan

Los que esperan

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Es el piso dos. Se puede acceder por una escalera de madera, prolija, moderna, como todo el edificio, antiguo pero actualizado, o por un ascensor, hermoso, de esos enrejados que podrían confundirse con una jaula pero que no por los ribetes, los detalles, los giros del hierro. ¿quién pondría tanto esmero en una jaula? Esto es un ascensor, hermoso, hecho para ser visto y se ve muy bien desde el piso dos. Allí unas siete personas están sentadas en sillas de plástico separadas por una distancia que se sabe no es la habitual. La mayoría tiene el celular en la mano. De pronto, si se escucha un pequeño ruido, más que nada el chirrido de una puerta, alzan la mirada y se quedan atentas por unos segundos. Quieren oír sus nombres. Cuando ocurra solo una de ellas será la que sigue. Al resto no le quedará otra que seguir haciendo lo que estaba haciendo: esperar.

Qué molesto ese tiempo sin dueño. Los rostros de estas personas no lo dejan ver pero en el aire se percibe igual porque nadie consigue hacer cosas cuando está, por ejemplo, en la sala de espera de un médico. Se puede leer, quizá, pensar, pero no más. Comprar cosas por celular. Es cierto, ahora también eso. Pero quién adelanta algo de la cena o hace gimnasia o completa un Excel mientras aguarda a que lo llamen. El tiempo de espera es macabro porque no es propio y tampoco completamente ajeno, son minutos que pasan sin importar y sin conciencia plena pero que se acumulan. Como las hojas secas de los árboles que en otoño cubren las veredas y se ven lindas pero suelen generar problemas. O desbordes.

No conviene hacer cuentas. Las horas de la vida que una persona, que un argentino o una argentina (porque tampoco desconocer que no es así en todos lados) pasa esperando a que pase algo, a que el colectivo venga, a que de una vez la operadora del banco atienda el teléfono, a que llegue el pedido del supermercado o el taxi, pueden ser tremendas porque pueden en total representar semanas, meses, años. Es una pequeña catástrofe, un agujero negro que crece con el tiempo y que encima en este tiempo llegó a una dimensión que nunca antes había alcanzado. ¿No se sienten todos en una gran sala de espera? La vida que pasa, ya es otro año, ya hace más de un año que vivimos como el año pasado y sin embargo aún aguardamos. En casa. A volver a abrazar a nuestros padres, a juntarnos con amigas en un bar y en paz, a jugar con nuestros sobrinos sin el tapabocas que nos deja afónicos del esfuerzo, a salir a bailar y emborracharnos y a dejar de sentir en cada instante que estamos en peligro o que podemos poner en peligro a alguien.

Desde que llegó la pandemia de coronavirus impuso su orden y nos reunió a todos, al mundo, en un mismo lugar, en el del que espera. Entre todas las palabras que no solíamos pronunciar y que comenzamos a utilizar sin parar en cada charla y con cualquier persona (curva de contagios, brote, presencialidad, zoom, clases virtuales, efectividad, Covid-19) deberíamos sumar una más, el adjetivo calificativo de los que esperan, de nosotros, los esperadores. Mientras tanto seguimos, por turnos, haciendo filas con una distancia de dos metros al aire libre en la verdulería, en la mercería, en la pescadería, en el kiosco, en la panadería, en la casa de tortas, en el local que prepara comida armenia, en el que vende lanas, en la farmacia, en la florería, en el restaurante que tiene terraza, en la puerta de la

dietética, en esa cervecería de la esquina alguna tarde, sobre las veredas rotas, en medio de este frío helado. Acá seguimos, dejando pasar el tiempo que no tiene reembolso entre esos días en que ni siquiera basta con el optimismo, con eso de aprender a valorar las pequeñas cosas. Y sin embargo no podemos hacer mucho más. Solo esperar a que falte menos.

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