La Voz del Interior @lavozcomar: Mamá y un poema de Khalil Gibrán

Mamá y un poema de Khalil Gibrán

Madre hay una sola. De haber dos, al menos uno podría tener un respiro. Pero no, Dios decidió que en la lotería de la vida lo que te toca, te toca; y en este caso, la que te toca es tuya de por vida. No hay devolución. Y me alegro. Sería difícil devolver un diamante.

La mía resultó tantas cosas a lo largo de su vida que, de escribirse un libro sobre ella, cada año tomaría un capítulo. Y a los 83 años, todavía nos asombra con salidas únicas.

Su vida ya empezó a ser distinta cuando la persona en el Registro Civil le cambió una “b” por una “v” en su nombre. Un error que la persigue en cada trámite. Después, una enfermedad de chicos le disminuyó un sentido, de los cinco que tenemos, y siguió como si nada. Creo que secretamente ella desarrolló otros tres sentidos sólo para suplantar al que le faltaba.

Una madre que lee a Khalil Gibrán y le pone al marido en su mesita de luz (la de papá) el poema que empieza: “Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida” no puede sino asegurarse que si las cosas van mal en la vida, los padres no serán responsables de nada. “Es la vida que los alcanza”, diría, parafraseando a Celeste Carballo.

Fue niña en los años 1940 y adolescente en los 1950, y se enteró de todo lo que pasó en los 1960 muchos años después, porque mientras todos enloquecían con Yellow submarine, ella estaba criando tres hijos y junto a un marido con muchos proyectos. A Los Beatles los conoció más o menos 20 años después de que se habían separado, y leía de Paul McCartney y su esposa Linda en la revista Para Ti.

Para fines de los 1970, ya estaba asentada como mamá de la época: no revisaba los deberes, no nos llevaba a la escuela y no discutía las decisiones de las maestras; después de todo, éramos nosotros los que íbamos a la escuela, no ella. Y las maestras, en su opinión, siempre tenían razón.

Preguntaba apropiadamente: “¿Por qué sales?”, cuando estábamos con un pie en la puerta; y “¿Por qué no sales?”, cuando estábamos tranquilamente mirando televisión. Nunca entendí bien la razón de ese interrogatorio. Le preocupaba de igual manera si salíamos mucho o si salíamos poco.

He escuchado quejas similares en mis hijos. A esta altura, una se pregunta: ¿me estaré convirtiendo en mi madre?

Hijas y hermanas

Mi hermana y yo, la mayor y menor de los tres hijos, respectivamente, y con muchos años de diferencia entre nosotras, agarramos a mamá en distintas épocas en nuestra adolescencia. De mi hermana, ni se enteró que pasó por esa etapa: mi hermana nació adulta. Era callada, seria y estudiosa; el silencio y la seriedad que mostraba en casa eran inversamente proporcional a la simpatía que desplegaba fuera de casa. Yo, en cambio, en casa era una pizpireta en movimiento desde que nací. Para entonces, ya mis padres habían criado a dos chicos; estaban cansados.

Mamá fue conmigo lo que ahora se llama “una mamá tigresa”, antes de que ese término se acuñara y se refiriera a las madres asiáticas exigentes con la superación académica de sus hijos. En mi caso, no era precisamente ese el objetivo. Era que no me quedara sola en casa toda la tarde. Me mandaba a inglés, piano, folklore, coro, grupo juvenil, etcétera.

Mientras crecíamos, mamá no faltó a cuanto bautismo, comunión, casamiento y velorio había en la familia, y arriaba a todos porque “había que cumplir”, aunque por edad a mí me tocó seguir yendo sola con ella cuando mis hermanos se fueron a estudiar a otra ciudad. Cuando me preguntan por qué sé tanto de los miembros de la familia, esa es mi respuesta. Uno aprende muchísimo sobre la condición humana en esas reuniones familiares. No hay estereotipo humano que no haya conocido en persona durante esos años. Buenos y malos. Santos y demonios.

Con los años, mamá siguió en contacto con todos los parientes de ambos lados de su familia, de la de mi papá, de las de sus amigas entrañables –que ya no están, pero se sigue preocupando por sus hijos y nietos–. Su genuino amor y profunda preocupación por sus tíos y sus primos estuvo presente siempre.

Lo heredaba de su mamá, huérfana a los 14 años y responsable de siete hermanos menores, un poquito mayores que mi madre y sus hermanos.

Siempre bromeábamos que mamá debía llevar regalos dentro de las primeras 24 horas de vida a los recién nacidos de la familia. Nadie recuerda mejor que mi madre nombres, nacimientos, casamientos, divorcios o enfermedades. Y sin mirar ninguna agenda.

Las hijas aprendimos a respetarla, pero a despegarnos de la obediencia debida. A esta altura, es difícil pedirle que cambie. Es difícil enfrentarse a una nueva vida a los 80 y tantos. Sólo nos queda acompañar a mamá –de cerca o de lejos– y seguir aprendiendo de su fortaleza para enfrentar la vida y para seguir saludando amigablemente a todos por la calle. Para ser educada frente a quienes se mofan de su discapacidad. Para ser paciente frente a las injusticias de las que es víctima a su edad.

Y para seguir siendo una señora que camina por la vida con la frente en alto, derecha y sin bastón.

* Licenciada en Sociología

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