La Voz del Interior @lavozcomar: Sombra nada más

Sombra nada más

Afirman los expertos que vivimos en un contexto signado por una “matriz energívora”. En otras palabras, que nuestras actividades cotidianas son cada vez más “electrodependientes”.

Si aceptamos ser parte de un ejercicio de ciencia ficción, nos cuesta pensar de qué manera hubiéramos enfrentado una pandemia del Covid-19 en la era preinternet. Vale preguntarnos cómo hubiéramos gestado redes de contacto entre familiares, vecinos, compañeros de trabajo y amistades si sólo hubiésemos contado con teléfonos fijos, prensa escrita y televisión abierta.

¿Cómo hubiéramos resuelto la suspensión de las clases presenciales en todos los niveles, las compras, los pagos de servicios e impuestos, las consultas médicas de emergencia?

Nuestro entorno energívoro explica esa sensación tan única de fastidio y frustración que nos invade cada vez que se corta la luz. Se trata de un viaje al Medioevo sin escalas. Se interrumpe el suministro eléctrico y se enciende un glosario para la ocasión. Nuestra cabeza comienza a funcionar en clave de fases, llaves térmicas, fusibles, grupos electrógenos, luces de emergencia, transformadores, números de contrato de Epec y otros vocablos. También los insultos aprovechan la movida y se apoderan de nuestras expresiones.

De inmediato barajamos distintos escenarios y el horizonte se tiñe de incertidumbre.

Definime vértigo

Los apagones también sirven para alimentar estadísticas. Como aquel que en 2003 dejó fuera de funcionamiento a 265 centrales eléctricas en el nordeste de los Estados Unidos y la provincia canadiense de Ontario. Los peritajes atribuyeron la falla a un error de software. Más de 55 millones de usuarios estuvieron casi tres días sin suministro. Cientos de pasajeros del metro de Nueva York abandonaron los vagones y caminaron distancias considerables hasta encontrar la salida. Gente atrapada en ascensores o incluso varada en carritos en la cima de una montaña rusa. Definime vértigo.

Cuentan los memoriosos que los vecinos de muchos rascacielos decidieron pasar la noche en el lobby de ingreso. No era cuestión de tener que subir 30 pisos por escalera. Otros buscaban en vano comprar velas y fósforos, convertidos en objetos vintage. Se formaron coros improvisados en algunas esquinas y no faltó quien se maravillara con ese cielo estrellado, inusualmente nítido.

A nivel local, en julio de 2006 una plaga de tucuras quebracheras, una variedad de langostas que pueden llegar a medir 12 centímetros de largo, provocó repetidos apagones en Lucio V. Mansilla, San José de las Salinas y Quilino, en el norte cordobés. Atraídas por el ronroneo de los transformadores, las tucuras se amontonaban sobre ellos formando arcos voltaicos, con los consecuentes cortocircuitos.

Sin ir más lejos, en abril del año pasado una comadreja hizo de las suyas en una planta de energía y dejó sin luz a Bell Ville, Morrison y Monte Leña durante casi una hora.

Todos atesoramos anécdotas referidas a los odiosos cortes. Sobre todo cuando tuvieron el mal gusto de prolongarse más de lo tolerable.

Aún recuerdo uno de 2002. Es otoño. Vivimos en barrio Matienzo. La expansión del tejido urbano en este sector de la ciudad de Córdoba no estuvo acompañada por la adecuación y el refuerzo de la infraestructura de servicios. Son casi las 6 de la tarde. No hace mucho frío ni sopla viento. Por alguna extraña razón, se corta la luz. Estamos todos en casa, por suerte.

Como uno ignora cuánto va a durar, se dispone a enfrentar la sorpresa con una cuota de optimismo. Terminamos de tomar la merienda. Las sombras avanzan sobre todos los rincones de la casa. Al cabo de una hora y media, los ánimos comienzan a caldearse. Se agota rápidamente el stock de pasatiempos. Algo me dice que esto se va a extender y me dedico a buscar a tientas unas velas artesanales.

Antes de preparar algo para la cena, las velas se desfiguran por obra del calor. Nos baja un sueño espantoso. Ya nadie quiere jugar a nada. Mucho menos al veo, veo. Abrimos contadas veces la heladera.

A mi hija se le ocurre ir con una linterna a revisar la pecera. Trae malas noticias:

–Se ha muerto el pececito más lindo… Lo encontré flotando… ¡Qué pena, pobrecito!

De no regresar pronto la energía, se van a producir más bajas.

Son casi las 10 de la noche. Urge trasladar los alimentos más delicados a la casa de familiares que sí tienen luz. Son sólo seis cuadras, pero es como un viaje hacia una civilización opulenta. Los chicos entienden que se tienen que quedar en casa conmigo. Que de esa tarea se encargará un adulto. Que la calle es una boca de lobo. Literal.

Es casi medianoche. Con los restos de las velas, algunas linternas gauchitas a punto de desertar y una bronca que para qué te digo, nos vemos envueltos en un paisaje de sombras fantasmagóricas.

En ese escenario, mi hijo menor que entonces tenía cuatro años, nos mira fijo, suspira y sentencia categórico:

–Hoy nos morimos todos.

Reprimimos la carcajada, por la ocurrencia.

La energía no regresa en toda la noche. Dormimos mal. Me levanto en varias ocasiones. Nuestro ovejero alemán que deambula atento por el patio rubrica con ladridos cada una de mis incursiones.

A la mañana temprano, mis sospechas respecto de la pecera se cumplen: no se reportan sobrevivientes. Me prometo a mí misma: nunca más peces en esta casa.

El corte duró 30 horas, sin solución de continuidad. Todo un récord. De la expectativa inicial, del “¿cuándo vuelve?” pasás a preguntarte “¿por qué a mí?”. El apagón enciende zonas oscuras de tu personalidad. Mutás a monstruo. Te crecen colmillos.

Y de repente, el milagro. Regresa la energía. Regresa la vida y todo fluye. Respiramos aliviados. En cuanto podemos, nos abastecemos de velas como para iluminar la procesión de varias cofradías en la Semana Santa de Sevilla y compramos pilas de todos los tamaños.

Definime electrodependencia

Una cosa es vivir una apagón en una casa y otra, muy distinta, vivirlo en un edificio de departamentos. Enero de 2012. Una tormenta alucinante se cierne sobre la ciudad de Córdoba en horas de la siesta. Los informes reportarán dos víctimas fatales y más de 300 árboles caídos. Antes de que termine el diluvio, comienzan los problemas con la luz. Primero parpadea. Después llegan las interrupciones intermitentes.

Temblás pensando en el destino de tus electrodomésticos y desenchufás todo, por las dudas. El primer servicio afectado es el teléfono fijo. La base de alimentación del aparato inalámbrico no permite cargar la batería. Vivo en un quinto piso. Chau ascensores y, en pocas horas, chau agua corriente. La cisterna no bombea. Resulta muy frustrante comprobar que sólo contás con gas natural. Es como vivir en una carpa en altura. Las horas pasan y nada.

Al día siguiente, no nos queda otra que refugiarnos en la casa de un familiar hasta que las condiciones civilizatorias se restablezcan. Definime electrodependencia.

Con cada tormenta, se repite el mismo temor. Experiencia, le llaman. Vivo sobre la avenida Duarte Quirós, también en la Capital provincial, sobre un edificio de la vereda norte. Cada vez que se corta la luz de noche, basta con salir al balcón para constatar el alcance territorial del fenómeno.

Como si la calle se tratase de un límite internacional entre México y los Estados Unidos, me permito jugar. Cuando nos toca a nosotros sufrir el percance eléctrico, digo “Hoy nos toca vivir en Tijuana”. En contraste, los afortunados e iluminados vecinos de la vereda sur “viven en San Diego”. A veces ha tocado al revés. Y otras tantas hemos quedado todos en medio del desierto de Mojave…

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