La Voz del Interior @lavozcomar: La soledad del maestro

La soledad del maestro

No sorprende que la discusión educativa se circunscriba a febrero y marzo. Tampoco que sea superficial y teñida de prejuicios. Se podría decir que para la dirigencia en general, es un tema “estacional”. Y como tal, luego de su momento, se pierde en la maraña interminable de los dilemas sin resolver.

Siempre se habla todo de lo malo que existe en la educación: de los resultados bajos en las pruebas internacionales; del ausentismo docente; del daño que le hace el sindicalismo al sector; de la floja formación de quienes ejercen el magisterio; de la ideología “peligrosa” de sus contenidos y del adoctrinamiento supuesto que se produce en las aulas. En general, todo ello ocurre sin estadística, sin conocimiento específico y sin lecturas adecuadas que avalen estos puntos de vista.

No hace falta decir que el sistema educativo es complejo, con asimetrías, dividido en diferentes niveles y modalidades y que por él transitan miles de docentes y estudiantes. Por ello, los criterios de eficiencia y eficacia para abordarlo deben estar atravesados por los de equidad. La moda actual de reducir todo a un cálculo matemático no sólo es antigua, sino insuficiente para dar respuestas precisas a un sistema lleno de singularidades.

La crueldad del desapego educativo se encuentra en que nunca se habla de quienes ejercen la profesión, de sus carencias, de su esfuerzo en un país que no da tregua. Tampoco de sus ilusiones, del corazón y de las competencias que despliegan ante sus estudiantes, en condiciones de trabajo muchas veces pésimas. De sus traslados a las apuradas de una escuela a la otra; de sus horarios interminables; de los fines de semana o las noches corrigiendo, planificando, pensando en el día y semanas que siguen en sus aulas.

Las escuelas reflejan el fracaso económico social del país: reciben cada día más chicos y chicas que desayunan o almuerzan en sus comedores, en ocasiones improvisados. Llegan con hambre. Los esperan maestros y maestras que los reciben con cariño y se disponen a educarlos, a pesar del contexto, con la esperanza de cambiarlo. Nadie habla con admiración de ello. De cómo combaten la deserción buscando uno por uno a quienes dejan las aulas; de los equipos de orientación escolar y directivos que abordan conflictos cada día más profundos, que superan muchas veces su formación e incumbencia profesional.

Nos olvidamos rápido de que parte de lo que somos se lo debemos al esfuerzo de ellos. El respeto que les teníamos se esfumó con la superficialidad de nuestras preocupaciones y en el individualismo que abrazamos por inercia, ocupados demasiado por nosotros mismos.

Están solos. Demasiado conscientes de que su realidad es estática, acostumbrados a recibir críticas y al olvido. Pero van cada día a sus escuelas y al cruzar el umbral del aula transforman su pesimismo en esperanza para sus alumnos y alumnas.

Lo que ocurre no es caprichoso. Hace décadas que la educación no tiene centralidad. Cualquier programa de crecimiento y desarrollo supone un determinado modelo educativo y su correspondiente fórmula de financiamiento para el sector. Es imposible pensar una evolución sustentable sin ello.

El debate educativo debería ser trending topic y llenarse de influencers serios y formados. Pero no parece vendible. Increíble, dado que las consecuencias de una buena o mala educación llegan inexorablemente a cada sector de la economía y la cultura de un país.

La distracción dirigencial y su incapacidad para abordar lo central, su pasión por el efectismo, esconden una carencia conceptual pasmosa de los dilemas educativos que tiene el país y que ningunea a sus actores centrales. Mientras tanto, maestros y maestras enfrentan su tarea en soledad.

* Educador, periodista

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