El inadmisible recurso del escrache
En una jornada de protestas que la Asociación del Personal Aeronáutico realizaba en el hall central del aeroparque Jorge Newbery, de la Ciudad de Buenos Aires, el líder del sindicato, Edgardo Llanos, sostuvo que si los senadores votaran favorablemente la “ley bases” que impulsa el Gobierno nacional, estarían actuando “contra sus propios intereses”. Aseguró que ello sería así porque tras la sanción de esa profunda reforma del Estado y de la economía, las provincias dejarán de tener vuelos diarios de Aerolíneas Argentinas.
Por lo tanto, alentó a los trabajadores de la compañía a que les expliquen a los pasajeros, cada vez que detecten en un viaje a uno de los senadores que haya apoyado el proyecto oficialista, que están viajando junto a alguien que traicionó “los mandatos populares”.
Si lo primero resulta lógico dentro del juego argumentativo a favor o en contra de cualquier medida política que un gobierno intenta llevar a la práctica, lo segundo es totalmente inadmisible, porque contraría todos los principios del dispositivo democrático.
Quien, como en este caso, se opone a un proyecto de ley e incluso entiende que su contenido lo afectará de manera directa, tiene derecho a expresar su opinión por los medios que crea más convenientes. La historia demuestra que es común que los gremios recurran a jornadas de protesta, sea tomando el espacio público en general, sea restringiendo la manifestación a su lugar de trabajo.
Es interesante advertir, en este sentido, que los trabajadores de Aerolíneas Argentinas son unos privilegiados: cuando sus protestas suceden en los aeropuertos, que de algún modo es su lugar de trabajo, están en interacción con los usuarios de la línea en la zona donde el público tiene libre acceso.
Pueden, entonces, emitir sin trabas sus opiniones, entregar volantes, dialogar con la gente para transmitir su punto de vista, etcétera. Todo ello está permitido en el marco legal vigente. Si las protestas se desarrollaran bajo estos conceptos, serían un contundente ejemplo de cuán profundamente hemos comprendido unos y otros los principios más básicos que hacen posible una convivencia democrática.
Por el contrario, cuando el discurso de un sindicalista cede a la tentación del “escrache” ya no representa la aceptación y puesta en acto de las reglas de la democracia, sino un autoritarismo que debe ser repudiado por antidemocrático.
Si todos los ciudadanos tenemos el mismo derecho a expresar nuestra opinión, nadie tiene derecho a agredirnos por haberlo hecho. Y un escrache es exactamente eso: un acto de agresión que no debemos permitir.
Lo hemos dicho en reiteradas oportunidades: es una práctica cultural totalitaria incomodar a alguien por sus ideas, por ejemplo en un restaurante, en un teatro, en un medio de transporte o en plena calle, como ha ocurrido en nuestro país tantas veces, con la expectativa de que se retire de allí porque el o los agresores creen que cometió una supuesta ofensa por la que les resulta imposible compartir el espacio en cuestión con esa otra persona.
La democracia reprueba la discriminación, sin excepciones. Y el sentido último del escrache es ese: discriminar. Por eso mismo, no debe ser tolerado.
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