La Nación Economía: El fin de la belleza

El fin de la belleza

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Creo que esto que me pasa empezó a pasarme hace un año con un cuadro precioso pintado por la española Remedios Varo (figura del movimiento surrealista de principios del siglo XX) en que una mujer rubia vestida por completo de marrón, vientre plano y tobillos elegantes, da de comer a una luna enjaulada –y sin sobresalto alguno– las estrellas que ella misma tritura, en el centro del cielo verde o de la tierra verde o del universo, qué importa. Lo vi en el Malba, cuando recorría el museo para escribir una nota, en días en que nadie más podía hacerlo porque estaba prohibido por decreto presidencial. Fue una compañera del taller al que asisto los lunes, que trabaja allí y que conoce tanto de cosas lindas, la que me enseñaba lo que había para ver y de pronto me dijo “mirá esto que te voy a mostrar” y me mostró esta obra y la describió y yo entendí muy poco la apreciación certera que hacia porque no sé de arte pero sí comprendí lo que le pasaba al hablar, el placer abrasivo que describía y que a mí me había sorprendido allí, sola en un lugar poco acostumbrado a la solitud.

Después creció porque yo lo dejé crecer. Cual fetichista. Necesitaba repetir lo que había sentido en el cuerpo al contemplar por segundos lo que hacía Remedios Varo y entonces busqué en internet más pinturas suyas, en colores lúgubres, lánguidos, tan refulgentes, con torres, con carretas, con aplomo, y guardé una foto de Papilla estelar, ese primer cuadro que desató lo que ocurrió con los meses, en mi celular para verlo en cualquier lugar y en cualquier momento. Para que oficie de rescate cuando me vence la tristeza y me encierro y no encuentro razones para nada. Es lindo esto de pensar que tengo la solución a mano. Que miro lo que hizo Varo y bueno, quizá me contengo y espero, quizá me sereno, quizá me convenzo de que vale, de que todavía hay tiempo.

Ahora es una nueva costumbre. O no, mejor dicho, no, porque no siempre es pensado. Es esto que se volvió imprescindible. Yo, a mis 38 años, tras una juventud cimentada en jamás permitir que la estética, mi estética, todas las estéticas, tuvieran protagonismo porque crecí pensando o me obligué a pensar por conveniencia que la belleza, la belleza como importancia, no estaba en las formas, hoy quiero estar rodeada de aquello que veo y considero hermoso. Entonces también me abastezco de flores. Y las ubico en casa en lugares estratégicos, seguro en la biblioteca, para tenerlas a disposición. Compro jazmines, compro la flor que da el repollo, me robo hortensias, compro flores chiquitas de muchos colores a un hombre que cerca de casa tiene un puesto medio desolado pero que arma estos ramitos por unos pocos pesos y amucha florcitas que dan la idea de saciedad y yo que tengo tantas ganas de sentirme así. Compro orquídeas. Tras años de reprimir el deseo porque pensaba “Dolores, por favor, no seas tonta, las orquídeas son muy delicadas, no son para que las cuide cualquiera y vos sos cualquiera, no conocés de plantas, no tires el dinero”, tengo cuatro orquídeas: una violeta, con apenas amarillo, que tintinea en los bordes cuando el sol la raspa. Una inmensa y blanca con el centro rosado como la sangre cuando se esparce. Una amarilla y lila, con dos varas. Y una naranja, apenas atigrada, muy chiquita.

Son mis lujos por culpa de esta pulsión completamente superficial y profundamente inútil frente a una angustia que avanza clara, prístina, dispuesta, como una catástrofe natural y suave. Son unos pocos engaños porque los días pasan hace ya casi un año y medio pero cambian muy poco y las tardes en el living, las pocas reuniones con mis amigas, la distancia social, la boca tapada, los almuerzos de fin de semana sin la familia, los abrazos que me faltan. Es una gran estrategia para pasar el momento.

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