¿Desatentos o ausentes?
Con frecuencia alarmante, los profesionales de la salud infantil son consultados por la falta de atención, por la dispersión o la dificultad de niños y de niñas para mantenerse enfocados, a partir de pobres desempeños en diferentes ámbitos.
Son numerosos niños y niñas en quienes se presume una enfermedad porque no “prestan” atención. Cabe preguntarse si alguien llega a explicarles qué recibirán a cambio de dicho préstamo, en especial al verlos concentrarse con facilidad en tareas que los seducen más.
Del total de desatentos que consultan, sólo el 5% requiere intervención profesional para mejorar metas académicas o sociales.
Por lo tanto, ¿qué denominación otorgar a la mayoría restante? ¿Son chicos desencantados, desinteresados o víctimas de las monotonías que se les proponen?
Estar desatento no implica necesariamente estar distraído, sino quizá haber optado por algo que no coincide con el de los demás. Un pájaro en la ventana, el gesto del compañero o música de fondo podrían atraerles más que el pretérito imperfecto del subjuntivo.
Mucho del resultado atencional depende de la oferta educativa, tanto la familiar como la escolar. Muchos progenitores enseñan a atender sabiamente porque atienden; también están los desenfocados.
Muchos docentes son capaces cada jornada de despertar curiosidad (y alegría) por el conocimiento, algo que los alumnos agradecen prestando más atención.
Otros la piden sólo como un llamado al orden. Los chicos suelen responder callando, volviendo a su banco y, enseguida, arremetiendo menos atentos.
Conocimientos previos
Para poder atender, hay que saber esperar.
La espera, ejercicio por demás virtuoso, se ve hoy acorralada por las tendencias que impregnan las infancias: la impaciencia, el oficio de interrumpir, la necesidad de cambio permanente y la insatisfacción por pensar que “lo próximo será mejor”.
No sólo se ve afectada la atención individual; también la colectiva, entendida como un bien común con objetivos compartidos. Atender juntos es ponerse de acuerdo para cantar a coro, esperar su turno en un juego, ayudar al amigo/a en peligro e incluso para guardar secretos. Atender con otros duplica la gratificación.
Pero la atención activa encuentra fuertes obstáculos en la contaminación ambiental; no de partículas tóxicas, sino de distractores físicos y virtuales.
Recorrer una calle comercial expone a numerosos carteles, ruidos, pancartas y luces que, lejos de motivar atención, confunden. Las infinitas actividades de los escolares suelen no incluir períodos “vacíos” para la escucha y la mirada atenta.
Y mucho se ha escrito acerca del efecto de las pantallas digitales; sus combinaciones de ritmos, frenéticas de colores y sonidos, producen chicos absortos, pero no atentos.
Entre los adolescentes, es posible detectar una ansiedad particular. Al entrar en una plataforma, sienten que están perdiendo todo lo demás que circula en la web. La dispersión es inevitable y algunos terminan enfermos de fugacidad, un trastorno aún no reconocido oficialmente, pero epidémico.
Todo el smog social, urbanístico y virtual reduce notablemente la probabilidad de enfocarse en lo importante cuando gana lo rentable.
Ayuda asomarse a una interpretación que el psicólogo Ulric Neisser propone sobre el fenómeno de la atención. La ubica como uno de los principales componentes del proceso cognitivo, entre la memoria –como historia de la mente, como identidad– y el lenguaje –como elaboración del futuro–. La atención, afirma Neisser, permite “habitar el presente”.
Entonces, si atender es estar, ¿no atender sería ausentarse?
Resulta impensable asistir a la ausencia cotidiana de nuestros chicos sin acciones que les recuperen presente.
Con los ojos abiertos y el corazón disponible (de ellos y de nosotros).
* Médico
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