La cárcel del fin del mundo
Necesitábamos vacaciones. Unas de verdad, no por Zoom. Estábamos hartos de la pandemia, de trabajar desde casa… Pero, sobre todo, hartos de hacerlo con una obra en construcción al lado. Roma no se construyó en un día; esa maldita casa tampoco. Ya llevan casi un año quemándonos la cabeza. Con taladros, martillos neumáticos, amoladoras, mazas y cortafierros. Con gritos y vibraciones. Con cuarteto o muerte. Con rajaduras, humedades y escombros. Con gente caminando por los techos, y polvo por doquier.
Queríamos irnos bien lejos. Las ventajas del Previaje nos inclinaron por Ushuaia, en enero. Reservamos hotel y compramos pasajes con meses de antelación.
En diciembre, estallaron el verano y Ómicron. Me tocó guardarme 10 días como contacto estrecho. Poco después, cambiarían esa regla, pero a mí me tocó ir de la cama al living. ¿Sientes el encierro? Sí: comí y dormí en el living. Leí en el living. Me aburrí en el living. Tuvimos que cancelar la cena de Año Nuevo.
Mis dos hisopados fueron negativos, pero alrededor tenía cada vez más amigos enfermos o sitiados por el bicho. Ese pico viral nos hizo dudar: ¿suspendemos el viaje?
Con mi mujer intentamos discutirlo, pero no pudimos escucharnos entre nosotros, porque martillo neumático, amoladora, maza y cortafierro… Así que el plan persistió. Nuestro lema sería “cuidarnos sin paranoiquear”.
Compramos barbijos KN95 e hicimos los bolsos. En el avión, todos iban embozados y con vergüenza de soltar cualquier tosecita inocente. ¿Te ahogaste con uno de los tres miserables maníes que la aerolínea te da para comer? Aguantate, hermano, o la condena social será implacable.
Esperamos tres horas en Aeroparque, siempre con barbijo y la tactofobia al máximo. Todos con doble vacuna y a un mes de recibir la tercera. (Poco después también cambiarían esa regla).
A la tardecita, el segundo avión aterrizó en la única ciudad argentina al otro lado de los Andes.
Disfrute de su estadía
Nuestro primer día cayó en domingo. Fuimos al centro: estaban el viento y una cuadrilla asfaltando las calles. Los negocios, cerrados.
Terminamos en la cárcel. Dicho así, suena a problemas, pero en realidad el viejo Penal de Ushuaia es parte del tour. Funcionó entre 1902 y 1947; impulsó el crecimiento de la ciudad y albergó a algunos presos célebres, como el anarquista Simón Radowitzky, el escritor Ricardo Rojas o el asesino serial conocido como “el Petiso Orejudo”.
Los mismos penados construyeron el edificio, sin muro perimetral: si alguno escapaba, el frío se encargaba de matarlo o de traerlo de vuelta. Si el prófugo prendía un fueguito para calentarse, el humo lo delataba a la distancia; entonces, lo traía de vuelta la Policía.
Los presos trabajaban en talleres que atendían las necesidades de la propia cárcel, pero también las de la incipiente ciudad. Construyeron puentes, calles, edificios. En 1910 se habilitó un tren para llevarlos hasta los bosques y que hacharan árboles; era un trabajo durísimo, pero los prisioneros lo preferían antes que el encierro.
En los años 1990, el tren fue relanzado como paseo turístico. Nosotros lo disfrutamos el martes siguiente, combinándolo con la visita al Parque Nacional Tierra del Fuego.
Esa tarde sentí un dolorcito de garganta. No te paranoiquees, Martín: hoy te mojó la lluvia, hay viento, hace cinco grados… Podría ser solo un resfrío. O un cáncer de garganta; no necesariamente Covid. Así que, tranquilo. No pasa nada.
Para el miércoles habíamos contratado la navegación por el canal de Beagle, pero sobre el pucho nos la suspendieron por mal tiempo. Sin plan para el resto de la jornada, recalamos en un museíto con audioguías y dioramas sobre la historia fueguina. Ahí aprendimos sobre la vida de los pueblos originarios. Sobre la misión anglicana. Sobre la primera bandera argentina, plantada en 1884. Sobre las desventuras de algunos expedicionarios (busquen en YouTube el documental sobre Ernest Shackleton y la odisea del Endurance). También sobre el joven Charles Darwin y su paso por la región.
Mi hija y mi mujer empezaron a perdérseme en la penumbra del museo. Me iba quedando atrás. La mochila cada vez más pesada. El barbijo, mojado en sudor. Los lentes, empañados…
Al quinto día –jueves– y con la evidencia de la fiebre, mi mujer, mi hija y yo fuimos a hisoparnos. Como en una máquina tragamonedas que no da premio, el resultado fue limón-limón-Covid.
La cárcel del fin del mundo
Las normas locales dictaban llamar al 107, llenar un formulario y esperar una “notificación de aislamiento”, el cual terminó siendo de siete días (desde la aparición de los síntomas). Nos dijeron que era inútil separarnos en dos habitaciones: dado nuestra convivencia previa, pronto caerían mi mujer y mi hija. Y así fue.
(El contagio, creemos, pudo ser el lunes, durante el city tour. Lo hicimos en uno de esos bondis ingleses de dos pisos: en el de arriba, nadie abría las ventanas, por el frío. Detrás de nosotros, venía un turista ¿colombiano? muy desabrigado. El tipo no paraba de toser).
Nuestra habitación se convirtió en la cárcel del fin del mundo. Tuve muy presente a José Hernández y el famoso “aburrimiento de la vida de hotel”, solo que yo no lo aproveché para escribir el Martín Fierro. Me limité a ver algunos realities en la tele, películas ATP y a darme una panzada de Gravity Falls con mi hija, a quien tuvimos que festejarle su cumpleaños dentro del presidio hotelero. De conserjería le mandaron un muffin con una velita y un globo rosado. Le sacamos brillo de tanto jugar con él.
Estuve bien acompañado por Claus y Lucas, de Agota Kristof, aunque con fiebre se me hacía difícil leer; era más accesible zombificarme en YouTube. Terminé asqueado de tantos videítos: con solo mirar la pantalla del celular, me venían náuseas. Me recompuse tras un día de ayuno digital.
El hotel quedaba en una ladera; la ventana nos ofrecía una vista preciosa de la bahía. Pero contemplarla demasiado también terminaba marchitándonos: nos recordaba que no podíamos salir ni siquiera para hachar árboles. Además, en enero, la luz solar en Ushuaia no se extingue hasta las 10 y media de la noche. Los días no se nos pasaban más.
Desdramaticé haciendo listas mentales de gente presa. Nelson Mandela en Sudáfrica, Pepe Mujica y Mauricio Rosencof en Uruguay… En comparación, nuestro encierro no era más que un contratiempo burgués (cuyo costado más aterrador sería el boquete económico de prolongar la estadía en más de un 50 por ciento, y además batiendo el récord mundial de room service).
Después leímos que otros turistas estaban peor. Unos argentinos –algunos de Córdoba– habían llegado a Tierra del Fuego en ómnibus; en el paso obligado por Chile, no les habían pedido testeos para entrar, pero a la vuelta las normas habían cambiado (¡otra vez!): ahora, en la frontera chilena los obligaron a hisoparse. Saltó una quincena de contagiados. Quedaron varados en Río Grande.
En Ushuaia todos fueron muy amables con nosotros. En cambio, la energúmena que nos atendió en Aerolíneas Argentinas cuando llamamos para cambiar los pasajes no buscó ayudarnos. Claramente, solo quería vendernos pasajes más caros; nos lo presentaba como la única solución posible. Por suerte, esa llamada se cortó; llamamos dos veces más, atravesando cada vez hasta 50 minutos de musiquita insulsa. Por fin nos atendió un pibe que, luego del pago de una penalidad razonable, nos cambió los pasajes… para dos días después del alta. Antes de eso, no había lugar.
En ese único día de libertad entre el alta y el vuelo, nos reconciliamos con Ushuaia. Contrarreloj, hicimos trekking por un bosque, navegamos por el Beagle, cenamos centolla… No volvimos a pisar la habitación hasta que se hizo de noche.
De regreso, Mirta
Impactante la humedad que nos recibió en Pajas Blancas; al menos habíamos zafado de la ola de calor cordobesa. Cruzamos el Centro en auto: la ciudad me pareció horrible. Impersonal, caótica. Sucia y semiabandonada. Su cielo cruzado de cables.
Llegamos a casa más cansados que contentos. Nos dimos con que nuestra calle ahora era mano única hacia el norte. El resto de la cuadra seguía igual, incluida la insufrible obra de al lado, tan ruidosa, molesta e inacabada como antes de irnos.
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