La Voz del Interior @lavozcomar: Yo también odio mi cartera

Yo también odio mi cartera

Mi problema con las carteras se gestó alrededor de mi temprana adultez. No es un problema de compra compulsiva; tampoco de anhelo por costosísimas marcas europeas. El conflicto es que mi cartera, aquella que elijo para cargar mis pertenencias, me ha obligado a no ser quien soy, es decir, a convertirme en una impostura de mujer.

A los 18 años solté el morral de lona que llevaba a la escuela y adquirí otro de lienzo pintado a mano, para respetar el código de vestimenta de la Facultad de Filosofía y Humanidades. Eso era la mitad de mi día, por la tarde; en la otra, por la mañana, trabajaba en una oficina y debía usar cartera.

Comprarme una cartera siempre fue frustrante. Las que me gustaban eran caras; las chiquitas, de adolescentes que salen ligeras de preocupaciones a un barcito; las grandes, de señoras que cargan cosméticos y hasta mamaderas. Si la correa era larga, ganaba practicidad y perdía formalidad; si era corta, sumaba buena presencia pero limitaba mis movimientos. Yo sólo quería llevar lo esencial, nada de maquillaje, perfume ni medicamentos. Evitaba con rigor ser una de esas mujeres que tiene que vaciar la cartera sobre el mostrador porque no encuentra el monedero; pero también le huía a las desprendidas que tenían la cartera vacía y confiaban en no necesitar nada.

Los extremos me mareaban, así que me conformaba con aprobar el código de vestimenta de secretaria. Por eso usaba la misma todos los días, hasta que se rompía y me compraba otra.

Mi morral de estudiante universitaria cedió al segundo año de carrera. La pereza de cambiarme antes de ir a cursar era cada vez más grande y, en realidad, no tenía ningún sentido. Así que sujetaba los apuntes con un brazo y llevaba la cartera de secretaria colgada del otro, creando para mis compañeros una imagen aseñorada con la que no comulgaba.

A lo largo de los 10 años que tuve ese trabajo, acumulé cinco carteras y ninguna me representaba. El morral quedó tirado por ahí. Había construido dos versiones mías, pero ninguna me hacía sentir cómoda, ni sabía cómo encontrar una tercera.

Manos libres

En algún momento dejé de cursar y también de ser secretaria. Fue un alivio enorme de preocupaciones: que combine con los zapatos; que sea de cuero o símil cuero; sin detalles que desentonen con los accesorios (que no usaba); cuidarla de la lluvia; no dejarla en el suelo porque se va la plata; exponerme fácilmente a arrebatadores y a pungas. Demasiado por un objeto que no quería llevar.

Una vez libre, restaba elegir qué artilugio iba a usar. La decisión era exclusivamente mía, sin condicionantes laborales ni estudiantiles, y obviamente no supe qué hacer. ¿Cuál era la mejor manera de transportar mis pertenencias? ¿Realmente necesitaba cargar con todo eso? Más allá de los costos, ¿qué era lo que verdaderamente me representaba?

Durante un par de años, usé lo que tenía; otra vez sintiendo que proyectaba una imagen errónea en los otros; otra vez dejándolo ser, resignada. Hasta que, apenas cumplidos los 30 años, una nueva etapa laboral decidió por mí: la docencia.

La necesidad de viajar en colectivo para dar clases en una escuela secundaria impuso la practicidad como valor incuestionable y debuté como adulta que usa mochila. La última vez había sido en sexto grado, en pleno auge de las mochilas con carrito, y ahora a los 30 años me sentía parte de la escuelita de El Chavo del 8: una señora vestida como niña.

Tenía resuelto mi portaobjetos para las horas laborales y sólo me quedaba decidir qué usaría en mi tiempo libre. La literatura me dio la respuesta.

Damas sin cartera

Alrededor de esos años, leí el texto de Nora Ephron Odio mi cartera. Allí, la autora recorre los avatares y las resistencias sobre el sórdido tópico de las carteras, asombrada ante lo molesto de cargar cosas innecesarias del brazo y lo costoso que resulta sostener ese fetiche. Con la seriedad y el humor que amerita el tema, Ephron concluye el artículo con la mejor solución que encontró: una totebag de vinilo con la estampa de la MetroCard. La autora está exultante por su compra, un bolso que era, según mis estándares, feo. Es amarillo taxi, una réplica gigante de la tarjeta de transporte neoyorquina.

Fue una auténtica revelación. No podía creer que un texto resumiera tan bien un malestar que yo creía sin entidad y, básicamente, estúpido. No comparto su elección, en estas latitudes sería como tener un bolso de vinilo azul con “Red Bus” escrito de lado a lado (aunque ahora que lo pienso, el azul es mi color predilecto). De todas maneras, abracé el vasto panorama que se abría ante mí: las totebags, esas bolsas de lienzo con estampas tan habituales en el primer mundo. En Córdoba no existían, pero el azar quiso que mi hermana me regalara una comprada en el extranjero.

Todavía recuerdo la emoción de la primera vez que la usé. La cargué con la billetera, el celular, las llaves, una lapicera y un libro. No pesaba nada; no desentonaba con la ropa que tenía puesta; combinaba con todo y era lavable; en un bar, podía colgarla del respaldo de la silla o tenerla en la falda sin que me molestara; me sentía más a salvo de los arrebatadores.

Luego, la totebag se convirtió en un accesorio de moda y pobló los comercios. Mejor todavía. Había una moda con infinitas posibilidades, a la que me podía subir. Oscuras o claras, lisas o con dibujos, con estampas para presumir y convertirlas en temas de conversación.

Dejé de sentirme corrida. La totebag no es de señora ni de adolescente; incluso con las elecciones correctas podía hacerme ver una mujer de mediana edad muy cool (todavía no sucedió; lo de ser cool, lo otro sí). Ya tengo 10 y disfruto muchísimo dedicar tiempo a elegir la adecuada para la ocasión.

Carga mental

Hace unos días releí el texto de Ephron, incluido en la compilación No me gusta mi cuello y, como era esperable, vi algo más. En este caso, me leí leyéndolo aquella vez.

Me resulta palpable, ahora, que Ephron encontraba en su negligencia para tener cartera otra negligencia, una que la expulsaba del universo de mujer pulcra y organizada, decidida y en control. Ella se esforzaba por ser la mujer que las carteras le decían que debía ser y fracasaba siempre por distintas razones: incomodidad, poca practicidad, fetichización grotesca y costos absurdos. Finalmente, encontró una salida que se leía como un alivio, tan sincero y simple que en mí algo se acomodó.

Pienso en las carteras y los portaobjetos que tuve, en lo fastidioso que era encargarme de ese tema y de los sentidos afines, aunque más no sea para rechazarlos. A veces siento que ser mujer es eso: cargar una cartera cara que no me representa, pesada y llena de cosas inútiles que una se olvida que están ahí.

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