La Voz del Interior @lavozcomar: Vivir en boxes

Vivir en boxes

Para quienes hemos transitado nuestra carrera docente en escuelas secundarias, es habitual llevar vida de “docente taxi”. El mismo sería definido en un hipotético glosario con un “dícese del educador que dicta clases en varias escuelas, en distintos turnos y modalidades, y que para cumplir con los horarios necesita desplazarse en trayectos ajustados con cronómetro…”.

La agenda del profesor taxi incluye la multiplicación de turnos de exámenes, de actos escolares, de reuniones de personal, de talleres de actualización y, lo que es peor, implica la necesidad de desarrollar mecanismos de adaptación a climas de trabajo por demás variados.

Ahora que se ha puesto de moda la Fórmula Uno, gracias a la participación de Franco Colapinto, me animaría a decir que la agenda de muchos docentes de escuela secundaria se parece bastante a vivir en boxes. Con los segundos contados, con la agenda apretada, casi cronometrada.

En el ámbito educativo, he tenido que convivir con algunos tabúes. El más clásico es que no se hablaba de dinero. Era de mal gusto hablar de sueldos… Y muchas veces, hasta mencionar el tema de los derechos laborales. Pareciera que sólo se trata de vocación, y que con eso alcanza y sobra para desarrollar una tarea digna. El segundo tabú es que había que disimular el agobio que se acumulaba a lo largo del año ante colegas, padres y, por supuesto, ante los estudiantes.

A lo largo de mi extensa carrera docente, he tenido infinidad de horarios combinados. Tuve oportunidad de experimentar lo que se siente cuando uno dispone de los lunes libres. Rara sensación esa de ver salir al ruedo al resto de los mortales. Pero tal beneficio tenía su contraparte: el resto de la semana se transformaba en una verdadera carrera de obstáculos.

El peor día

En esa época (años 1990), el miércoles era mi peor día. Tenía que dar nueve horas de clase seguidas en un colegio secundario turno mañana. Para colmo de males, el martes terminaba mi jornada en un profesorado a las 9 de la noche. Tenía poco margen como para llegar bien descansada a la mañana siguiente, bien temprano…

Lunes y jueves libres, pero el resto era un menú digno de Drácula. Menos días de trabajo, pero muy pesados.

Con recreos casi imperceptibles, apenas tenía tiempo de tomar cuatro sorbos de café y cruzar un saludo con mis colegas. Con el paso de los meses, los miércoles se iban convirtiendo en un verdadero tormento. Tenía que programar propuestas lo suficientemente creativas que me permitieran llegar viva y en condiciones aceptables. Lo primero que me fallaban eran las cuerdas vocales. A la quinta hora de clase, mi voz comenzaba a apagarse.

Más de una vez llegaba “sin audio” a la novena hora y sentía que el colegio giraba en torno a mí, similar al molesto rolido de un barco.

Me las ingeniaba para pedir silencio con gestos, escribía en el pizarrón en tono de ruego, clamando compasión… “Colaboren, por favor. Estoy disfónica”, y otras frases por el estilo.

Recuerdo perfectamente que un día apelé al envidiable caudal de voz de una alumna y le pedí al oído que me hiciera el favor de oficiar de micrófono.

–No hay problema, profe.

Entonces le digo:

–Deciles, por favor, que hagan silencio.

La alumna se paró frente al curso, tomó aire y con un potente vozarrón largó un “¡¡Silencio, por favor!!” que se atravesó el aula como un trueno.

Me miró. La llamé con la mano y solo atiné a decirle al oído:

–Más femenina…

Y ella sin dudarlo, gritó:

–¡Más femeninaaaaaaa!

Desopilante escena, sin dudas. Hoy mi reclamo hubiese sonado desubicado en virtud de todo lo que se ha avanzado en cuestiones de género… Le agradecí la “ayuda” y me las ingenié como pude para terminar la clase y la jornada y el tormento.

Quedaba tan, pero tan exhausta, que de solo pensar que tenía que tomar un trole y cruzar toda la ciudad para llegar a casa, se me iba el hambre y me embargaba una suerte de letargo.

Llegaba pasadas las tres y media de la tarde. Comía lo que encontraba en la heladera y caía rendida en una siesta tardía. Me despertaban los timbrazos de mis hijos cuando llegaban de la escuela. Hora de merienda, hora de deberes.

En fin, bemoles de horarios laborales apretados, justificados por las distancias que tenía que recorrer…

Llegar a octubre sana y salva era toda una proeza. Y digo octubre porque es el peor mes del calendario escolar. Las vacaciones resultan aún muy lejanas y todavía falta lo peor: lidiar con los días cálidos y las energías bajas…

Así llegué a un miércoles de octubre totalmente agotada. Otra extensa jornada de rutina implacable se cernía en mi horizonte. Más allá de mi inquebrantable vocación docente, yo sabía que no tenía resto físico para afrontar el reto con dignidad. Tampoco contaba con argumentos que justificaran una carpeta médica. ¿Qué le iba a decir al doctor? ¿Qué no podía con el horario, que necesitaba un respiro?

La suerte está echada

Así fue como durante el recorrido en el trole comencé a imaginar y a desear que ocurriera algo mágico y nos dijeran que ese día no había clase. Una desinfección, una fuga de gas, un duelo. Algo. Sí, leyeron bien: un duelo. ¡Un horror!

Bajo del trole en la avenida 24 de Septiembre. Comienzo a caminar en dirección al colegio. Es temprano pero ya ha aclarado. Los paraísos en flor me regalan una brisa dulzona que enciende mi alergia. Entre conatos de estornudos, procuro darme ánimos con consignas propias de un libro de autoayuda.

Cuando estoy a menos de una cuadra, me parece ver a un grupo de alumnos en la vereda del establecimiento. Están eufóricos. Agudizo el oído y los escucho gritar:

–¡No hay clase! ¡No hay agua!

Mis ruegos han sido escuchados. Sus gritos me saben a gloria. Sin pensarlo, sin chequear la información, dirijo mis pasos directamente a la parada del trole y lo tomo.

Al cruzar el río Suquía, caigo en la cuenta de lo que acabo de hacer. Lo que se esperaba de mí era que ingresara a la escuela, me sorprendiera de la novedad, pusiera cara de circunstancia y me mandara un acting de resignación.

–¡No me digan que no hay clase….! ¡Justo hoy que tenía que tomar evaluación…! Bueno, habrá que irse a casa nomás…

Cierro los ojos. La suerte está echada. Continúo el trayecto, tomada del pasamano, haciendo equilibrio para no caer rodando con cada frenada.

Llego a casa. Mis hijos felices. Yo, ni les cuento. Se activa el ama de casa que a veces llevo en mí. Dedico la mañana a adelantar tareas hogareñas. Hasta me animo a cocinar rico. Le saco bien el jugo al asueto de regalo. Espero, en vano, que alguien llame desde el colegio para pedir explicaciones.

A la tarde, y fiel a mi naturaleza culposa, ensayo las respuestas que daré a las autoridades sobre lo sucedido.

No hará falta. A la semana siguiente nadie se acuerda de nada. Nadie me pregunta nada. Tal vez, mi necesidad inconfesable de un respiro no era más que un legítimo reclamo frente a una sensación de agobio compartido.

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