Violencia institucional
Cada especulativa desorganización, cada ego o personalismo que vienen enredando o atrapando a partidos políticos o a coyunturales asociaciones electoralistas, de manera tan tumultuosa como intuitiva, es violencia institucional.
A propósito ¿cómo entender si no las remanidas violencias intrínsecas, las pugnas o disputas latentes que percibimos en cada destrato, en cada ida y en cada vuelta entre el binomio del actual gobierno nacional? ¿Cómo entender las más que recientes y desafortunadas manifestaciones en contra de la legislación electoral vigente para la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Caba), paradójicamente proferidas por los más altos caciques de la oposición, resistiendo su legítimo ejercicio, precisamente a cargo y por parte de uno de sus más que conspicuos “correligionarios” (actual precandidato presidencial); ello cuando en Argentina, constitucionalmente, los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático?
La violencia institucional también refiere y aplica a situaciones sistémicas de instituciones y/o sus desprendimientos; por caso, cuando se producen o crecen las denuncias o reclamos de adultos mayores por la mala atención personal que reciben en dependencias públicas hospitalarias, bancarias o previsionales.
Basta con mencionar a nuestros adultos mayores haciendo vanas colas o larguísimas filas entre las 4 y las 9 de la mañana, para que (cuántas veces sucede) se les reciba con un “se acabaron los turnos”, “se cayó el sistema”, “vuelva la próxima semana” o un “estamos de paro / asamblea / trabajando a reglamento”.
Violencia institucional comprende, asimismo, aquellos mecanismos estatales, activos u omisivos, que garantizan impunidad, obscenos enriquecimientos ilícitos de funcionarios, legisladores y magistrados; lavado de dinero, el uso del Estado para favorecer intereses de grandes grupos económicos o la patria contratista, la criminalización o la extorsión de legítimas protestas sociales (hoy, los justos reclamos de docentes y personal de salud en todo el territorio nacional).
También es violencia institucional cuando, a merced de esta clase política gobernante, en los últimos 40 años el pueblo se empobreció como nunca en el marco de una inédita flacidez democrática. Esta última se fue nutriendo de un creciente desprestigio de lo que entendíamos como “política”., que no sólo desmejoró la calidad de vida de la gente, sino que la perjudicó de manera grave con narcisismos de ciertos protagonistas políticos. Encarnados en los que, antes que entender el bien común como fin, límite y amalgama del Estado, subordinaron cual metonimia el interés general a un nuevo e injustificable buen pasar y al enriquecimiento personal ya de cuatro generaciones, entre parientes y amigos o “familias gasto público”.
Resumiendo, dicha violencia institucional no se agota aquí. Efectivamente, más que frecuentes e invisibilizadas son aquellas desairadas peticiones ciudadanas en ocasión de pretender denunciar de manera pública y legal algún tipo de violencia: inseguridad física, psicológica, sexual, patronal, económica (proliferación y sofisticación de hurtos y robos), patrimonial, intelectual-ideológica (mentiras, falacias, engaños, posverdades) u ecológica/ambiental. Sobre todo cuando la autoridad o funcionario pertinente (sin razón ni fundamento) se niega a recibirlas, no obstante sus específicas atribuciones que, institucionalmente, le corresponden y obligan de manera calificada en relación con tales ilícitos.
Por último, como escandaloso dato de color negro, la violencia institucional alcanzó su paroxismo cuando el entonces presidente general Juan Domingo Perón, tras la muerte de su esposa Eva Duarte, arbitrariamente decretó e impuso luto personal obligatorio en todo el país, un mes de duelo nacional como el cambio del nombre de pueblos y ciudades, entre tantos otros de sus abusos, propios de su poder absoluto.
* Docente e investigador universitario
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