La Voz del Interior @lavozcomar: Viaje al interior de un chocolatín Jack

Viaje al interior de un chocolatín Jack

Cuando abrí por primera vez un chocolatín Jack, mi vida cambió para siempre. Ese papel en parte transparente y que ocultaba eficazmente el juguete que tenía adentro. La golosina, aunque sea por unos momentos, pasaba a segundo plano. Tenía mucho olor a chocolate y debería haber sido el atractivo principal, pero no lo era.

El celofán quedaba tirado sobre la mesa o el piso. Los primeros juguetes eran los Titanes en el Ring, y el primero que me tocó fue un luchador llamado José Luis, el español. Usaba una bata roja y blanca, y en su espalda tenía una leyenda que decía en letras grandes: “José Luis”.

Esperé mucho tiempo que el muñequito sorpresa fuera el de Rubén Peucelle, a quien le decían “el Ancho” y al que yo admiraba más que a la Momia Blanca o al mismísimo Martín Karadagian, que se autoproclamaba campeón del mundo.

Una colección especial

Algún tiempo después, me salió un payaso que era luchador y que tuve que googlear para encontrar su nombre. Pepino el Payaso. Después me salió hasta la Momia. No eran tantos los chocolates con sorpresa que comprábamos, aunque tampoco eran tan pocos. La mejor definición podría ser que eran espaciados, de acuerdo con la economía familiar y la situación del país.

Fuimos guardándolos con mi hermano en una lata que se escondía especialmente en un lugar estratégico en nuestra habitación. Terminada la secundaria, como miles de pibas y pibes, nos vinimos a estudiar a Córdoba. Dejamos la casa natal, aunque decidimos llevarnos esa lata para evitar cualquier decisión incorrecta de nuestros padres. “Tiremos esos juguetes viejos que ya no usan”, podrían llegar a decir.

Esporádicamente, en alguna sobremesa nostalgiosa con amigos, si se mencionaban los titanes o los chocolates Jack en la charla, aprovechábamos para buscar la lata y parábamos los titanes en posición de lucha. Generaban sensación y emociones entre los asistentes a la charla.

Elijan uno

Cuando éramos niños, algún sábado especial del mes, después de cobrar su sueldo, el viejo nos llevaba al quiosco que estaba frente a la plaza del pueblo y nos compraba un chocolate Jack.

El señor que atendía el quiosco, nos acercaba la caja y mi viejo decía la frase soñada: “Elijan uno”.

El quiosco era una exhibición de viejos amores: los chicles jirafa con su enorme tamaño que destruía cualquier boca y te permitía hacer los globos más grandes; las pastillas La Yapa y las Punch; bocaditos Holanda (¿se llamarán ahora bocaditos Países Bajos?); los Fizz; la bananita Dolca; los Bazooka, y la vieja y querida gallinita.

Y también estaban ellos, los gloriosos chocolates Jack, que eran mucho más que una golosina: eran un juguete y una colección. El papel decía: 80% del precio es golosina, 20% juguete. Nuestro amor era al revés: 90% por el juguete; el resto, por el chocolate.

–Dale, elijan –repetía papá.

El destino estaba frente a nosotros pidiendo que eligiéramos la carrera que íbamos a seguir, la mujer con la que nos íbamos a casar, el barrio y la casa donde viviríamos el resto de nuestra vida. En ese momento, era la máxima decisión que influiría en nuestro futuro, al menos en el futuro cercano. ¿Finalmente nos tocará el muñequito tan deseado?

El corazón se aceleraba. Tomábamos un chocolate cada uno; el viejo pagaba. El chocolate no podía abrirse en el quiosco y menos en el auto. Una mancha de chocolate sobre los asientos nos iba a delatar. Había que esperar hasta volver a casa. Tampoco apretarlo fuerte en verano, porque se derretía. Mi hermano lo abría apenas cruzábamos la puerta de casa. Yo prefería irme a la habitación e intentar descifrar el muñeco a través de las ventanitas que dejaba el celofán.

Cuando los juguetes que aparecían estaban lejos de los deseados, nuestros padres nos prometían que la próxima vez íbamos a probar otro quiosco que estaba mucho más lejos de casa y sobre la ruta, donde en otra época decían que siempre salían las figuritas difíciles.

Letras y animales

Una sola vez nos llevaron al quiosco de Bianchiotti; era como un lugar sagrado para los buscadores de figuritas o Jacks, pero estaba ubicado sobre la ruta 9 y regía la prohibición de ir solos hasta allí.

Cada niño de aquel entonces tenía un personaje preferido. La Momia Blanca tenía muchos adeptos. Empató contra el campeón del mundo y le ganó a Peucelle. Algún niño prefería a William Booh, que era el más maldito de los árbitros, el que miraba para otro lado cuando uno de los bandos de los malos cometía alguna maldad. Mi hermano tenía el Hombre de la Barra de Hielo, que era otro protagonista que no luchaba.

La colección de Jack también tenía letras y animales. Un cerdito simpático o una letra “E” no podía ser consuelo cuando vos estabas esperando a Peucelle. Llegamos a tener tres cerditos, y uno se lo regalamos a un vecino que también coleccionaba.

Nos salió la Momia, Pepino el Payaso y Gengis Khan. La letra P tenía un pollito arriba, como para que identificaras la palabra.

Lecciones de vida

Un día de aquella infancia, un tío llegó con la noticia de que venían los Titanes en el Ring al pueblo y él ya había comprado tres entradas para llevarnos a verlos. Faltaban 15 días para que llegaran al club del pueblo. Afirmaban que venía todo el staff, pero que no venía la momia negra; solamente la blanca. El odiado árbitro y Martín como estrella máxima.

Fuimos un sábado a la mañana, en el mismo horario en que solíamos ver el programa. El Hombre de la Barra de Hielo pasó a nuestro lado y nos saludó. El ring quedaba lejos y había un millón de niños.

La última pelea fue entre Martín Karadagian y uno de los malos –mentiría si digo que recuerdo quién. La pelea terminó en una batalla enorme entre los buenos y los malos, con la Momia, Karadagian y Peucelle arriba del ring buscando justicia después de las injusticias del árbitro William Booh.

Afortunadamente todo se resolvió para el lado de los buenos; todos los niños gritábamos cuando le levantaron la mano a Martín, y los buenos peleadores aplaudían desde abajo del ring.

El espectáculo fue hermoso e inolvidable, sólo que no fue una buena enseñanza viviendo en este país donde rara vez ganan los buenos, o nunca les va mal a quienes son amigos del juez.

Nos pasamos la vida abriendo paquetes, desarmando chocolates y armando expectativas. Esperando cosas que no se dieron o disfrutando otras que no esperábamos.

Abrir un paquete de figuritas esperando la de Messi. Es cortar el borde del sobre y orejear las figuritas para ver si sale algún jugador de Argentina. Cada vez que abría un paquetito de figuritas sentía un extraño olor a chocolate.

Muchas veces, cuando estoy esperando algo importante, siento la misma sensación de cuando esperaba a Peucelle.

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