Una economía descarriada
Quien quiera explicar lo que sucede con ese misterio que es la economía argentina sólo debería meter la mano en su bolsillo y extraer un billete de $ 1.000, ese que hoy se derrama a raudales, recién impreso, y que nadie quiere conservar. En apenas 10 años, su valor se redujo a la décima parte en comparación con el dólar.
Para mayor desazón, bastaría citar que nuestro vecino trasandino, Chile, registró en los últimos 12 meses seis puntos de inflación, o sea lo mismo que Argentina en un mes, mientras el actual ministro de Economía de nuestro país sostiene que la tendencia alcista de los precios frenará cuando tengamos dólares en nuestras reservas, una explicación cuanto menos novedosa a la hora de soslayar la naturaleza del problema, que son las malas políticas económicas.
Por ejemplo: la instalación del “dólar maíz”, un intento por recaudar un par de miles de millones de la divisa estadounidense pagando a los productores un dólar diferencial por sus stocks de granos en un mercado cambiario que se ha desquiciado a fuerza de imponerle múltiples reglas y restricciones. Sucede que para pagar ese recurso se debe imprimir más moneda sin respaldo, y quienes la reciban tratarán de gastarla en conseguir más dólares, presionando así al alza el precio de esa divisa.
Y no acaba allí el efecto dominó: el maíz más caro será pagado por criadores de cerdos, pollos y vacunos, alimentos sensibles de la canasta familiar, cuyos nuevos valores impactarán en el índice de precios. Tal como impactan los ajustes periódicos de los combustibles, que ahora se anuncian cada menos de 30 días, y también los aumentos de diferentes servicios, sobre todos los vinculados con el transporte de personas y de mercaderías.
Como puede apreciarse, cuanto más interviene el Estado, más se les complica la existencia cotidiana a los 47 millones de argentinos que tratan de sobrevivir en un contexto donde cuesta imaginar un porvenir mejor para hijos y nietos.
Pero sería un error suponer que quienes implementan esas políticas no saben lo que están haciendo. Lo saben hasta el punto de que una vocera presidencial deba alegar que no es cierto que seis de cada 10 niños pasan hambre, porque pueden comer en los comedores comunitarios.
Desde hace varias décadas, la inflación viene minando el futuro de sucesivas generaciones de argentinos y, como siempre, la matriz del populismo es lo que emerge en cada crisis. Sean del signo que fueren, diferentes gobiernos fugan hacia adelante a efectos de no encarar un problema que no tiene soluciones simpáticas.
En este punto, debemos formularnos una pregunta fundamental: ¿estamos los argentinos dispuestos a librar una batalla que tiene altos costos, para finalizar este ciclo lamentable de decadencia en las condiciones de vida?
Hasta que se demuestre lo contrario, debe presumirse que por ahora sólo hay consenso en que la lucha debe darse siempre que la paguen otros, sabedores de que todos los remedios que hacen bien también caen mal.
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