Un libro escrito a dos manos sobre lo que las familias dicen y lo que callan
“Tengo miedo a quedar clausurada en mis palabras… sin voz, muda”, dice Anastasia, una de las protagonistas de El silencio que cae (Potencia Editora), la primera novela de las autoras Adriana Taschetta y Elida Trossero, como una síntesis de una trama que ahonda sobre lo dicho y lo callado.
Taschetta (72) –pedagoga, escritora de cuentos y relatos y narradora oral– y Trossero (65) –animadora de lectura y escritura creativa– son viejas amigas apasionadas por la literatura, el teatro, las letras y el arte de la conversación que escribieron a “cuatro manos” este relato que empuja a la introspección.
Se trata de una producción colectiva pensada palabra por palabra, en total consenso entre las creadoras que experimentaron una transformación personal durante el proceso, que transcurrió online durante la pandemia y que hoy describen como “mágico”.
El libro navega por los sentires de las mujeres de distintas generaciones de una familia cordobesa, con antepasados migrantes.
El silencio que cae se anima a plantear temas profundos encarnados en voces femeninas: el derecho a una muerte digna, la culpa, el cuerpo, la enfermedad y el dolor heredado de lo que se calla en el transcurrir de la vida familiar. “¿Seremos capaces de enfrentar los recuerdos más horribles para sanar?”, es una de las preguntas que rondan el relato que reúne el pasar y el pesar de varias generaciones.
Entramado de voces
“Somos observadoras de la realidad. Somos buceadoras de los mensajes; no sólo lo dicho, sino lo no dicho”, describe Elida Trossero. Desde esa acción, se entreteje la narración que va y vuelve de Córdoba, Argentina, a Rusia, a principios del siglo 20. Los relatos se conforman como un entramado de voces en primera persona, de pensamientos y emociones de mujeres que intentan habitarse y trascender mandatos.
“Es importante que cada persona hable en primera persona porque sostiene esta cosmovisión, que hemos aprendido en este tiempo, que dice que somos gotas diferentes, pero somos el mismo mar. Todas hemos pasado por lugares parecidos como mujeres”, piensa Elida.
Taschetta detalla el recorrido de exploración de sus universos personales, de libros, documentales y de experiencias familiares para dar vida a esa Anastasia que desea una muerte digna y que teme quedarse sin voz.
“Para vincularlos con esta historia que nos parecía apasionante, nos unía la de ser descendientes de gente que vino del otro continente y que no nos contó su historia, que no nos dijo”, apunta Trossero.
La novela relata el devenir de cuatro generaciones, donde la vida se expone con crudeza y matices en rituales, charlas, consensos y disensos marcados por distintos momentos históricos.
Elida explica que en las familias del relato, al igual que en la vida real, hay “una genética inconsciente” que lleva a repetir ciertas historias o gestos que se detectan de los antecesores.
Recrear la realidad
El trasfondo de la novela es la palabra que, en dichos de Trossero, “es sanadora porque permite reformular la realidad, recrearla, ponerle nuevos sentidos”.
Precisamente eso las convocó a escribir.
“En la pandemia estábamos viviendo solas, aisladas cada una en su casa. Nos reuníamos todos los días de manera virtual. Llorábamos, nos reíamos, nos peleábamos, pero lo más impactante es que escribíamos juntas palabra por palabra. Si a una no les gustaba, no se ponía, se buscaba una tercera opción”, cuenta Adriana.
Todo fue pensado en común. “Ese es el gran aprendizaje, el negociar la palabra, el ceder el ego sin sacrificarlo, escuchar al otro”, subraya Trossero. “En algún momento pensamos que nos habíamos deconstruido y reconstruido, salimos crecida de esta negociación de la palabra. Somos otras”, piensa.
De esta manera artesanal y dialogada, comenzó a hilvanarse un relato cadencioso en el que los personajes fueron adquiriendo vida propia, por fuera de lo planificado, en cinco historias que se vinculan entre sí.
Una es la de la bisabuela rusa Zoya, que por circunstancias de la vida se decreta en silencio, muda, sin imaginar las consecuencias que derramaría en el árbol genealógico. Las otras son la de su hija Anastasia, de más de 80 años; la de sus hijas y nietas, todas con perfiles e ideologías distintas.
La sucesión de acontecimientos de una generación tras otra es tan vívida como fantástica; siempre cuidando a las “mujeres ancestrales” que forman parte de la vida de las autoras. “La novela busca el autoconocimiento femenino”, insinúa Trossero.
Zoya se construyó con imágenes que Adriana capturó en un viaje a la ex-URSS, además de las lecturas sobre la Revolución de 1917 y la historia de mujeres revolucionarias.
Camila, una de las nietas y gran protagonista de la novela, es el puente intergeneracional, la que apuesta al diálogo y, una vez más, a la palabra. Es quien pone un punto de luz y la que abre las puertas a una nueva concepción del mundo, del amor, de la muerte.
“Los personajes tienen consistencia, no tienen fisuras. Evolucionan, y nosotras con ellos. Es imposible no escribir de lo que estamos hechos, de lo que conocemos, que es nuestra propia historia, nuestra esencia”, apunta Elida.
El texto incorpora porciones de la vida real que podrían ser buenas ficciones, como la de la Virgen de las Mercedes de la familia de Adriana, que alguna vez le narró su abuela materna de Coronda, Entre Ríos. La mujer tuvo 11 hijos y como herencia de sus antepasados recibió una imagen de esa advocación de la Virgen que había encontrado un tío y general del ejército de Urquiza.
“Cuando se retiraban después de la batalla de Caseros, encontró esa imagen que todavía está en mi familia, en un huequito de un árbol. Es de madera tallada por los indios, morenita, cabello renegrido. Tiene el escudo mercedario”, relata. Y sigue: “Uno de los hijos de mi abuela tuvo meningitis, y ella le prometió a la Virgen que, si se salvaba, todos los nietos nos íbamos a llamar ‘de las Mercedes’. Y todos los primos somos ‘de las Mercedes’, mujeres y varones. La Virgen sigue en la familia”.
Como es de suponer, en la novela, Catalina –hija de Anastasia– es “de las Mercedes”.
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