Truman Capote y la poética del camaleón: 40 años de su muerte y 100 de su nacimiento
Truman Streckfus Persons, alias Truman Capote, falleció el 25 de agosto de 1984, cuando faltaban cinco semanas para que cumpliera 60 años (el 30 de setiembre). En consecuencia, debemos conmemorar los 40 años de su fallecimiento y los 100 de su nacimiento.
Conmemorar, dice la Real Academia, significa tanto recordar solemnemente a alguien como celebrar una fecha importante. Dejemos de lado la pompa asociada a la solemnidad. La más simple y bella celebración que puede hacerse de un escritor es revisitar su obra y desmitificar su figura para tratar de comprender algo más que el sentido de sus libros: su valor y su legado.
En el caso de Capote, esa tarea llevará demasiado tiempo e implicará múltiples lecturas. Pero la satisfacción que obtendríamos lo vale, sin ninguna duda. Tengamos en cuenta un solo dato: hasta mediados de la década de 1960, había tres escritores estadounidenses que se peleaban palmo a palmo el título de “el-autor-más-influyente” de esa nacionalidad, a nivel local e internacional, de todo el siglo 20, y Capote los superó con creces a los tres.
Estamos hablando de Dashiell Hammett, que sentó las bases de la “novela negra”, la versión más descarnada del policial, a fines de los años ‘20, género del que derivaría el “cine negro” a partir de los años ‘30: su novela El halcón maltés (vendió siete ediciones en un año y fue considerada entonces la mejor novela policial estadounidense de todos los tiempos) tuvo tres versiones cinematográficas en tan solo una década, la tercera dirigida por John Huston y protagonizada por Humprhey Bogart; de Ernest Hemingway (premio Nobel de Literatura 1954), que se inició en el periodismo a los 17 años, con el mandato de la frase corta y el lenguaje fuerte, y pocos años después postuló que las ficciones pueden basarse en la realidad y desarrolló la teoría del iceberg para explicar la tensión narrativa que debe sostener un cuento; y de William Faulkner (premio Nobel de Literatura 1949), que prefería largas y complejas frases, y desde sus comienzos periodístico-novelescos en New Orleans se permitió reutilizar y adaptar relatos y escritos previos para tramar sus novelas, en las que pretendía sublimar lo real en lo apócrifo.
Sobre el desarrollo de la novela negra en el mundo entero, al amparo de Hammett y de Raymond Chandler, no hace falta explicar nada; el género se desplazó sin prisa pero sin pausa desde los márgenes del sistema literario hasta su mismo centro. Y para la literatura latinoamericana, por ejemplo, desde los años ‘50, Faulkner y Hemingway proyectaron la imagen del escritor profesional, el que domina múltiples técnicas de escritura y puede vivir de ellas, al mismo tiempo que certificaban, cada uno a su manera, que se podía escribir una literatura en estrecho vínculo con la realidad circundante. (Hemingway, además, se convirtió en un modelo de virilidad).
Un vertiginoso ascenso
Con tan solo 23 años, Capote publicó una excelente primera novela, Otras voces, otros ámbitos (1948), apelando metafóricamente a elementos de su propia trayectoria vital: un joven del sur de Estados Unidos en rito de tránsito entre la infancia y la madurez, el pasado y el presente, la muerte de una madre muy querida y el encuentro con un padre hasta entonces desconocido, el abandono de la gran ciudad y su llegada a un inhóspito paraje rural. Ese primer Capote es, por supuesto, un escritor del sur, como Faulkner: había nacido en New Orleans, pero pasó su infancia en Monroeville, una pequeña localidad de Alabama.
A mediados de la década de 1960, con A sangre fría, repitió el logro de Hammett –inauguró un género, la narrativa de no ficción– y se convirtió en una celebridad de la cultura pop. Por cierto, el ascenso hacia esa fama y notoriedad extraliteraria de Capote, en realidad, tuvo una primera etapa en 1953, cuando guionó La burla del diablo, película de Huston (con protagónico de Bogart) que parodia el “cine negro”; y una segunda en 1961, con el estreno de la película Desayuno en Tiffany’s, basada en su novela de 1958: la joven y seductora Holly Golightly se ha mudado desde una comunidad sureña a la gran ciudad, donde oficia de playgirl de caballeros adinerados, y un joven –ambicioso como ella, y su amigo y protector– que quiere ser escritor nos cuenta su vida.
Ese joven sin nombre ha nacido, casualmente, el 30 de setiembre, como Capote, y busca trabajo con el editor del diario PM, “un diario de la tarde, liberal, imparcial, honesto”, según Diane Johnson (Dashiel Hammett. Biografía), en cuyo consejo de redacción estaba Hammett. A propósito, en A sangre fría, el joven que quiere ser escritor se llama Larry Hendricks, es profesor de inglés, para escribir sus cuentos extrae ideas de los diarios y el escritor que más admira es Hemingway. A su manera, los dos personajes tenían rasgos de Capote y su método.
Para aproximarnos al vértigo que significó A sangre fría, nada mejor que el testimonio de su editor estadounidense, Joseph Fox: a comienzos de 1966, un par de semanas antes del lanzamiento del libro, la editorial le adelantó a Capote U$S 250 mil por una novela aún no escrita que debería entregar a comienzos de 1968. (Nunca la entregó y el contrato se refirmó varias veces, de todos modos, por cifras mayores). La editorial sabía lo que tenía entre manos y apostaba a conservar al autor del que sería el libro del año y un long seller sin igual: en Estados Unidos, ese año, A sangre fría vendió más de 300 mil ejemplares, y durante los siguientes 20 años casi cinco millones más, y tuvo unas 20 ediciones en otros idiomas.
El mito del agotamiento
Varios críticos sostienen que el estrellato de Capote representa su perdición; que el éxito lo hundió en un mar de frivolidad, excesos (alcohol, drogas y sexo) e “impotencia literaria”. Escribir A sangre fría fue agotador, no cabe duda: el asesinato de los Clutter sucedió en noviembre de 1959 y los asesinos recién fueron ejecutados en abril de 1965. Capote no podía cerrar el libro hasta la ejecución por razones obvias. ¿Deseaba que muriesen? En más de un sentido, sí. ¿Se arrepintió luego y se sintió culpable? Probablemente no. ¿Manipuló psicológicamente al asesino con el que se entrevistaba para obtener detalles que luego volcó en el libro? Probablemente sí; la película Capote apunta en esa dirección y resulta verosímil.
Pero si convalidáramos esa interpretación, descartaríamos su obra posterior por deficiente, lo que es un grave error. La lucidez y la maestría presente en casi todas las páginas de Música para camaleones (1980) es el mejor argumento para refutar esos críticos. El prólogo, de por sí, es una soberbia lección teórica y práctica sobre la escritura literaria, con gran capacidad autocrítica, además, al describir los cuatro ciclos en los que dividía su producción y su aproximación al ”gran objetivo” en cada uno de ellos.
Si en el primer ciclo, que concluye con su primera novela, lo ficticio, lo imaginado, aventaja al registro de lo cotidiano, los “chismes locales” y la escritura de lo visto y oído, desde el segundo en adelante lo persigue un “dilema creativo”: si entendemos al periodismo “como una forma de arte”, cómo se escribe “una novela periodística, algo en mayor escala que tuviera la verosimilitud de los hechos reales, la cualidad de inmediato de una película cinematográfica, la profundidad y libertad de la prosa y la precisión de la poesía”.
Para interpretar la cuestión de “escala”: según Capote, la escritura periodística es horizontal, se mantiene en un mismo plano, superficial, mientras que la literatura demanda una escritura vertical, en profundidad, para retratar los personajes y sus circunstancias.
Una novela real
Entonces, su primer experimento sería Se oyen las musas (1956), una obra menor, generalmente olvidada. El segundo, claro, de mayor envergadura, A sangre fría, corazón del tercer ciclo. Entre ambos, hay un guiño al método incluido al pasar en Desayuno en Tiffany’s: Holly prefiere no contarle al joven escritor “lo de Sally” (Salvatore Tomato, un mafioso narcotraficante) porque “tú podrías captarlo en un cuento, cambiando los nombres y todo lo demás”.
Lo que nos lleva al cuarto ciclo, donde expurgó “cientos de escenas y conversaciones” de sus diarios íntimos y su correspondencia para escribir “una variante de la novela verídica” en la que se propondría “quitar los disfraces, no fabricarlos”: ese proyecto se plasmó en los materiales que reunió en Música para camaleones, donde Capote ya no se prohibió participar, como en A sangre fría, sino que se puso “en el centro del escenario” y elaboró esa exquisita “nouvelle verídica” que es Féretros tallados a mano, mientras preparaba la sorprendente aunque inconclusa Plegarias atendidas (1987), en cuya escritura, ahora sí, atravesó “una crisis creativa y personal al mismo tiempo” que, dijo: “Alteró mi concepción total de la literatura, mi actitud hacia el arte, la vida, el equilibrio entre ambos y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo realmente verdadero”.
En Plegarias atendidas, donde cambió los nombres reales de algunos personajes, Capote es P. B. Jones, un escritor, de acuerdo con su propia presentación, de “naturaleza indolente y oportunista”, “una especie de puta barata” que podría escribir una novela con todas las cosas que le han contado sus amistades adaptando el modelo que usó Marcel Proust para En busca del tiempo perdido.
El excepcional primer capítulo (“Monstruos perfectos”) contiene el canon literario-chismográfico de Jones-Capote. En Nuevo museo del chisme, Edgardo Cozarinsky afirma que Proust y Henry James hicieron del chisme “la clave de todo conocimiento”; Proust, específicamente, lo utilizó para resquebrajar la realidad y mostrarnos su “otro lado”. Lo realmente verdadero, diría Capote, nunca está en la superficie de la realidad.
Parafraseando a Faulkner, Capote usó el chisme para sublimar la verdad en la ilusión, como se desprende del fuerte ejemplo que da Jones: “El travesti es, en realidad, un hombre (verdad) hasta que se recrea a sí mismo como mujer (ilusión), y, de los dos momentos, el de la ilusión es el más verdadero”.
Con cierto decoro, podríamos concluir que Capote desarrolló en sucesivas etapas una “poética de la realidad” cuya máxima aspiración era escribir, paradoja mediante, una novela real, una novela sin ficción. Pero en honor a su desparpajo característico, debiéramos bautizarla como “la poética del camaleón”: el escritor debe tener la habilidad de cambiar todo el tiempo de actitud, según la demanda del contexto, para conseguir el preciado anhelo de escribir una historia convincente sirviéndose de todo lo que esté a su alcance y sin preocuparse por otra cosa que su escritura.
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