La Voz del Interior @lavozcomar: Tres batallas insólitas de la historia de la humanidad (y un malentendido fatal)

Tres batallas insólitas de la historia de la humanidad (y un malentendido fatal)

Cuando al horror de la guerra, su estado crudo, desgarrado, le agregamos ineficacia, ineptitud o directamente la estupidez, esos factores se multiplican en un escenario aún más trágico, si ello es posible.

Si anteponer a un genio militar la táctica única de confiar el resultado del combate a Dios es asegurar un desastre, hay un ejemplo que reluce como muestra ejemplar.

La fe no mueve ejércitos

Los cristianos habían recuperado y gobernado por poco menos de un siglo la Jerusalén santa. En el bando musulmán, ocupado todo ese tiempo en mantener las líneas defensivas ante el avance cristiano, aparece la figura aglutinante de un genio de la táctica y estrategia, Al Nasir Salah Ad Din, más conocido en occidente como Saladino, sultán de Egipto, la Mesopotamia, Yemen y Libia.

En 1187, añade a sus territorios el sultanato de Damasco y pone su mirada en recuperar Jerusalén. Al enterarse del avance de Saladino al mando de unos 30 mil hombres, Guy de Lusignan, rey cristiano de Jerusalén, reúne una fuerza de similar cantidad de cruzados, para salir a su encuentro.

A pesar de los consejos de no presentar batalla abierta a un ejército musulmán mejor entrenado y descansado, Guy apela a la fe, dice a consejeros y a la tropa que Dios les dará la victoria y fuerza a sus hombres a una agotadora marcha a paso doble en pleno desierto.

Un dato: olvida por completo planificar el avance, y las provisiones de agua y comida, que por sentido común marchan en retaguardia, esta vez van por delante, con medio día de ventaja, por lo que menos de 30 jinetes de Saladino, sin resistencia, se hacen con las provisiones cristianas.

El sultán elige el lugar donde esperará a los cristianos, en un desfiladero conocido como los Cuernos de Hattin. Toma posición a ambos lados del estrecho, con su reserva en las playas del mar de Galilea.

Los cristianos llegan al campo de batalla exhaustos, sedientos, quemados por el sol bajo sus armaduras, y en esas condiciones se lanzan sobre las posiciones musulmanas. Las tropas que defienden el desfiladero fingen retroceder ante la caballería, pero sólo es un movimiento que deja a los atacantes a merced de los arqueros egipcios.

En un contraccionar rápido, con la caballería cristiana diezmada, los hombres de Saladino aniquilan por completo al ejército cristiano. La reserva del sultán ni siquiera entra en combate. La aplastante derrota de Guy de Lusignan abrió en una sola batalla las puertas de Jerusalén.

Exceso de confianza

Mil años antes, en el 105 a. C., un masivo avance migratorio militar de tribus germánicas lideradas por los fieros cimbrios buscaba afincarse en tierras productivas.

Las tierras de la comarca de Arausio, a ambos lados del río Ródano, fueron elegidas para el asentamiento. Roma, aún una república, se encontraba enfrascada en una guerra contra el rey númida Yugurta, por lo que envía a frenar el avance germánico a legiones recién formadas y poco instruidas.

Las derrotas de Noreia y Agen hacen que el Senado tome con más preocupación el problema cimbrio. El cónsul Cneo Malio Máximo, al mando de cinco legiones, y el procónsul Quinto Servilio Cepión marchan hacia el nuevo asentamiento germano de Arausio.

Cepión estaba obligado a cumplir el plan de Máximo, quien ordenó que el procónsul y sus cuatro legiones armaran campamento en la ribera sur del río Meine, un afluente del cercano Ródano.

La idea era engañar a los pueblos asentados en la otra orilla para provocar un ataque que se vería rodeado por las tropas de Malio Máximo.

Cepión cumplió en parte. Armó campamento, recibió a los emisarios germanos, los trató con diplomacia y prometió una negociación al amanecer del 7 de octubre, dos días después de asentarse.

Creyendo que el centro del acampe germano era débil y que no esperarían un ataque, el 6 de octubre ordenó a sus legiones avanzar sobre el centro del campamento germano. Las tribus teutonas estaban listas para recibirlos.

El desastre fue total; al cruzar el río, las fuerzas romanas recibieron una embestida de unos 40 mil guerreros y debieron retroceder al campamento, que para ese entonces ya estaba bajo ataque de otra de las tribus. Cepión, que estaba seguro de una fácil victoria, ni siquiera había mandado emisarios al campamento de Malio Máximo para informar de su ataque.

El cónsul se enteró del desastre cuando sus vigías comenzaron a ver el desbande romano, legionarios y auxiliares que corrían al campamento principal para salvarse, la mayoría soltando en la huida escudos y armaduras.

Malio ordenó con rapidez que sus legiones plantaran una línea que permitiera a los hombres de Cepión llegar al campamento y alistarse nuevamente para la batalla.

Los cimbrios, que hasta ese momento no habían entrado en combate, alertados por sus congéneres avanzaron sin resistencia bordeando el Ródano y cayeron sobre el flanco izquierdo de Malio Máximo cuando este a duras penas soportaba el embate central de teutones y tigurinos.

Al atardecer del 6 de octubre del 105 a. C., 120 mil romanos habían caído bajo los filos germánicos, cuyas bajas no alcanzaban los dos mil hombres.

Sólo 10 romanos de la expedición a Arausio llegaron a Roma, entre ellos, Malio Máximo y Quinto Cepión, que en el Senado, al informar el desastre, se acusaban mutuamente en un ejercicio patético y lamentable.

Roma se salvó por el carisma y el genio militar de un hombre excepcional, el primer plebeyo elegido cónsul, Cayo Mario, quien un año después de Arausio devolvió el desastre exterminando a los cimbrios en la batalla del Po.

Malentendidos fatales

No se podría hacer un registro de desastres militares acaecidos por la ineptitud y la estupidez sin hablar de la batalla de Karánsebes, conocida como la batalla más tonta de la historia. Tan tonta que uno de los bandos resultó victorioso sin siquiera combatir.

El 21 de septiembre de 1788, José II, emperador austrohúngaro, dirigió un contingente de 100 mil hombres hacia la ciudad de Karánsebes, en la actual Rumania, para frenar el avance del Imperio otomano sobre el centro europeo.

El ejército austrohúngaro estaba conformado por soldados de todas las naciones sometidas al imperio y no contaba con oficiales de enlace que hablaran al menos dos idiomas para comunicarse con las tropas de cada nacionalidad.

Italianos, húngaros, austríacos, bohemios, serbios y croatas enfundados en sus respectivos uniformes se dirigieron por separado a la ciudad.

Los húngaros fueron los primeros en llegar y, aburridos, abarrotaron las cantinas de la pintoresca ciudad. Luego de unas horas, directamente confiscaron toda bebida alcohólica existente para seguir la fiesta.

El grueso de la infantería austríaca llegó al anochecer y se acercaron a sus pares húngaros para pedirles licor; estos se negaron, el ambiente se caldeó y comenzó una pelea a puños por todo el centro de la ciudad. Inevitablemente, alguien disparó y la pelea de bar se convirtió en una balacera infernal.

Los oficiales austríacos, en un intento de ordenar el desmadre, recorrían el centro gritando “¡Halt!, ¡Halt! (Alto)”.

Las tropas rumanas que miraban semiescondidas la pelea austrohúngara, confundieron la voz de alto con Alá y se lanzaron en retirada gritando a su vez “¡Turci, Turci! (los turcos)”, para terminar de agregar confusión. Rumanos y húngaros salían de la ciudad en desbandada, lo que hizo creer a la caballería austríaca, asentada en las afueras, que los turcos dominaban el centro de la ciudad.

Se ordenó un ataque que no hizo más que cargar contra sus compatriotas.

La cereza del postre la puso la artillería imperial, que al ver humo y desbande generalizado inició un bombardeo sobre la ciudad repleta de aliados.

Los turcos llegaron a la mañana siguiente, tomaron la ciudad sin disparar ni desenvainar. Tal fue su confusión al encontrar cientos de cuerpos en el centro de Karánsebes que su general envió emisarios a José II de Austria, para exigir una explicación.

El emperador austríaco se negó a recibirlos: estaba ocupado quitándose el barro en el que había caído cuando su caballo, espantado por la huida de su propio ejército, se encabritó y lo dejó acostado, de cara al lodo.

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