Trepen a los techos, ya llega la aurora
Durante los primeros días del confinamiento por la pandemia –cuando todo era zozobra e incertidumbre–, hubo una tarde en que, mirando por la ventana una ciudad vacía y silenciosa, sentí que algunas cosas quizá se habían perdido para siempre.
¿Iba a volver a ver a mis seres queridos? ¿Iba a poder volver a las montañas?
Dos preguntas. Sólo eso. Condensaban todo. Esa tarde, esa sensación.
Quizá es uno de los recuerdos que más me trae mi cuerpo en este último tiempo. Cada vez que hay una dificultad, una traba, algo que se pone oscuro o denso, ese recuerdo.
Compañeros peregrinos
Cuando digo “la montaña”, nombro un territorio imaginario, un paisaje armado como un rompecabezas: las montañas que más quiero, las que me quedan por conocer, la que soy yo cuando estoy en altura. Las laderas siempre verdes de Volcán, camino a Tilcara. El Paseo de los Colorados, en Purmamarca. El camino a Paso de Jama, en Jujuy. Los Gigantes, el Champaquí, Traslasierra.
Los techos del barrio de mi infancia quizá fueron la primera montaña: altura de la soledad que repara. Un refugio y otro punto de vista. “Trepen a los techos, ya llega la aurora”, canta Spinetta.
Un recuerdo más: cuerdas que había que ir curvando, doblando, enredando para aprender cabuyería. Tenía una cuerda especial para practicar cada uno de los nudos que nos iba enseñando el profesor. Yo tendría 10, 11 años. Posiblemente él tuviera 20. O un poco más. A esas clases, yo les decía “alpinismo”, “andinismo” o “montañismo” pero estrictamente no sé en qué marco dedicábamos un rato en la escuela para hacer eso.
Creo que el profesor se llamaba Gabriel. Tenía aspecto de seminarista; es la mejor definición que puedo dar. O quizá soy yo, ahora, que a la distancia cruzo la montaña con ciertas metáforas religiosas.
Quizá es que Gabriel y su imagen se superponen a la imagen de Ramón, un sacerdote que conocí cuando era adolescente. ¿Era de Misiones? Me acuerdo perfectamente del hábito, pero no de la congregación a la que pertenecía. Ramón y su barba y su risa y la gentileza que tuvo conmigo en épocas difíciles.
Así como las montañas se van mezclando en mi recuerdo, así los gestos de Gabriel y de Ramón se van fundiendo. Cruces brevísimos en la vida. Algunas clases de cabuyería, unas horas compartidas en una peregrinación.
¿Qué hacía yo en una peregrinación a mis 17 años? Es una buena pregunta. Podría responderla desde datos biográficos, pero no es eso lo que estoy preguntando.
¿Qué hacía yo? ¿Qué hacía Ramón? ¿Qué hacían esos seminaristas que caminaban conmigo en medio de la noche atravesando kilómetros y kilómetros, mientras tocábamos la guitarra y conversábamos? ¿Qué es una peregrinación? Ese ir haciendo camino, como diría Antonio Machado. El trayecto, el recorrido, el mientras.
Chomolungma
Estoy escribiendo esta nota en la montaña. Traje algunos libros en la mochila. Elijo el primero: La coronación del Everest, de Jan Morris.
Morris trabajaba en el diario The Times cuando le propusieron ser corresponsal de la expedición británica que se convertiría en la primera en hacer cumbre en el Everest. Era 1957 y la noticia de esa hazaña se superpuso a la coronación de la nueva reina, Isabel II.
El desafío de Morris no era sólo acompañar la expedición, sino también ingeniárselas para poder enviar la información sin que se filtrara a otros medios.
En las clases con Gabriel, además de aprender nudos, aprendí un léxico nuevo, un vocabulario hecho de nombres. Aprendí a buscarlos en los mapas, a rastrear en enciclopedias cómo era el territorio donde aparecían esas cimas que yo quería escalar.
El Everest se llama así en homenaje al topógrafo británico George Everest. Los sherpas que viven en esa región del Tíbet lo llaman “Chomolungma”.
El libro de Jan Morris se publicó originalmente en 1958 y, como bien se señala allí, “es necesario leerlo con una buena dosis de compasión histórica, ya que todo ha cambiado desde entonces”. Morris logra describir un lugar, una época y un contexto político y social no como analista sino como alguien que viaja cargando sus puntos de lucidez y también sus prejuicios.
En el relato de la expedición, van apareciendo los caminos de Nepal que sólo podían hacerse a pie; un hotel cuya decoración incluía tigres embalsamados; un pueblo habitado mayormente por personas albinas; el efecto que tiene la altura sobre los cuerpos; las grietas del terreno que hay que ir salvando con escaleras o cuerdas; la nieve y un resplandor que quema. El peligro de las avalanchas; un montañista leyendo Los hermanos Karamazov; los nativos contratados como cargadores; un campamento “levantado sobre un glaciar en movimiento”; la ansiedad y la zozobra hasta saber si el equipo que ha ido a hacer cumbre lo ha logrado o no; la decisión de usar un lenguaje cifrado para transmitir las noticias y evitar que se filtraran. La clave para nombrar la cima era “muñeco de trapo”.
Otras expediciones
Hace más de cinco años escribí, en este mismo espacio, una columna con el título “Modos de amar”. Eran los últimos días de enero de 2018 y se acababa de conocer la noticia de la muerte de la escritora estadounidense Úrsula K Le Guin. Yo trataba de compensar esa ausencia rastreando notas y entrevistas para seguir escuchando su voz. En uno de esos reportajes, Le Guin mencionaba a una escritora de la que nunca había oído hablar: Jan Morris. Copié el nombre en el buscador y vi lo que me ofrecía.
Retazos de la historia de un chico que ya a los cuatro años sabía que su cuerpo no se correspondía con su identidad. El chico se llamaba James y durante mucho tiempo tuvo que soportar ese abismo de sentirse mujer y ser tratado e identificado como varón.
Entró en una academia militar inglesa y se convirtió en oficial de inteligencia. Después de la Segunda Guerra Mundial conoció a Elizabeth, una chica que alquilaba la habitación al lado de la suya. James le habló de ese abismo y ella decidió acompañarlo en un camino que tratara de acortar distancias. Se casaron y tuvieron cinco hijos.
En algún momento, Morris decidió dar los pasos necesarios para estar más cerca de su verdadera identidad. Cuenta parte de ese proceso en su libro El enigma. Primero, un tratamiento hormonal; luego, una operación en Casablanca, Marruecos. Cuando Jan volvió a su país, descubrió que la ley la obligaba a divorciarse de Elizabeth, porque en ese momento no se permitía el matrimonio entre personas del mismo género.
Acataron la ley y, al mismo tiempo, encontraron el modo de evitar una separación no elegida: siguieron viviendo juntas. En 2008, la legislación del Reino Unido permitió la unión civil entre mujeres y Jan y Elizabeth volvieron a casarse, casi 60 años después.
Morris murió el 20 de noviembre de 2020. Quizá ella, durante la pandemia, también miró por una ventana preguntándose si alguna vez iba a poder volver a la montaña.
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