Transilvania mon amour, recuerdos de un padre
El documento que mi papá llevaba encima era un disparate colosal. Pienso que podría haberse llamado Gengis Cohn. O el Judío Atila. O Beni Kong (exageraba un poco su condición de gorila, pero algo tenía).
Esa cédula mezclaba su nombre original, Beni Cohn, con el nombre que mi papá le había comprado a un tal Alejandro Orosz luego de viajar a pie y en trenes desde Rumania hasta Italia, y antes de meterse en un barco camino a la Argentina.
Alejandro Beni Orosz había nacido, según el documento, casi 10 años antes de la fecha de nacimiento real. Mi papá siempre aparentó mucho menos edad de la que tenía, pero esa sensación se incrementaba como una fiebre infantil si uno miraba el documento y levantaba la vista hacia el sujeto en cuestión para intentar unir los datos. Tranquilamente alguien podría haber pensado que estaba en presencia de un vampiro, deducción a la que podía empujar otro dato inverosímil.
Como lugar de nacimiento, figuraban dos sitios superpuestos en una simpática aberración geográfica. Se podía leer que había nacido en Bucarest, pero el documento también dejaba sentado que había nacido en Transilvania, tierra de nacimiento del conde Drácula. Me imagino un sótano, olor a tinta comprada en el mercado negro. Un cuarto oscuro clandestino donde la cara pálida de mi papá iba apareciendo en el proceso de revelado, la mirada pícara y deseante, joven para siempre.
Pienso si el encargado de falsificar documentos para sacar a refugiados de Europa se había permitido hacer una broma. O meter un pinchazo de ficción. Bucarest. Transilvania. Se trata de dos sitios separados por 270 kilómetros. Gugleo y veo que son casi cinco horas en auto. Casi dos horas más si fuera el caso de cruzar los Cárpatos y el desfiladero del río Olt en un Dacia 1300, la versión rumana y ligeramente soviética del Renault 12, un fierro que la industria marxista-leninista afincada alrededor del Cáucaso había reducido a sus elementos básicos. En los años 1990, se veía en las calles de Córdoba.
Una de vampiros
Cuando hablaba de Transilvania, se hacía el misterioso, con lo que dejaba en una tierra de nadie muy intrigante el dato de si era verdad que había nacido allí. El relato se deshilachaba hacia lo incomprobable o caía hacia el grado cero de lo verosímil, pero de golpe había una pizca de enigma mezclada con piedritas de realidad. ¿Y si fuera…?
Un amigo de mi papá había escrito para el diario local una nota en la que mencionaba a un tal Orosz en una trama de vampiros. Era una nota seria; se hacía pasar por un texto erudito. Mi mamá decía que estaba inspirada en mi papá, que había sido un guiño dirigido a homenajear su origen.
Mi papá le había dado un par de puntadas que parecían casi autobiográficas a mis afiebradas ideas sobre el conde Drácula. Me había contado sobre las orgías de violencia de Vlad Tepes, el príncipe rumano cuya vida inspiró al famoso vampiro de Bram Stoker. El Príncipe de las Tinieblas había existido. Su padre se llamaba Vlad Dracul.
“¿Sabés vos, pelotudo, qué significa ‘Dracul’ en rumano?”, me dijo una noche, que ahora imagino muy oscura, sin luna, con los oídos alucinando aleteos de criaturas invisibles. “¡Diablo!”.
“¿Y sabés qué significa ‘Tepes’? ¡Empalador!”.
Alguna vez lo escuché decirle a gente un poco asustada que efectivamente venía de Transilvania y hacer el chiste de mostrar los colmillos.
Una cuña de civilización
La Dacia, más o menos el actual territorio de Rumania y de Moldavia, más algunas porciones pequeñas de Bulgaria, Serbia, Hungría y Ucrania, eran el último confín hacia el este del Imperio romano de occidente.
Hacia el norte, limitaba con los Cárpatos; hacia el sur, terminaba en el Danubio. Hacia el este y hacia el oeste, hay un galimatías de montañas y ríos para los cuales se requieren el alfabeto cirílico y el acento circunflejo. Según Wikipedia, las tribus dacias tenían relaciones pacíficas y belicosas con otros pueblos vecinos. Un poco de cada cosa, digamos. Les gustaba fumar la pipa, pero también les gustaba pelear. Más o menos como son ahora.
Pegados a las fronteras, merodeaban los celtas y las antiguas poblaciones germanas. Las legiones romanas conquistaron el territorio guiadas por el emperador Trajano y lo ocuparon hasta que Aureliano, en el año 271, hizo que el imperio remitiera hacia el otro lado del Danubio y les dejó a los godos la tierra de la que había salido mi papá para venirse a la Argentina. Grosso modo.
A mi papá le encantaba explicar, en su castellano disidente, que el rumano era un idioma latino, una lengua romance, y que el lugar del que venía no era estrictamente bárbaro, sino que había sido una cuña de civilización. Los eslavos se fueron metiendo en contingentes pacíficos hacia el siglo octavo. Es factible que la primera oleada de gitanos que llegó al territorio de la actual Rumania se produjera alrededor de 1370. Se instalaron mayoritariamente en Transilvania.
Mi tío Fromi se golpeaba el pecho y decía que los rumanos y los zíngaros eran frate, hermanos. Yo no puedo dejar de asociar frate con el fernet y con los fratelli Branca, pero ese es otro cuento.
Los judíos estaban desde el siglo II. Durante el reinado de Pedro el Cojo (no es chiste), segunda mitad del siglo XVI, empezaron a solicitarles que se fueran. Se ve que la idea era lograr un crisol de razas, pero a la rumana. A lo bestia.
Nacidos y criados
Cuando viajamos a Bucarest con mi papá y mi hermano, en búsqueda de la casa de mis abuelos en la calle Sfinţii Apostoli (Doce Apóstoles), terminamos por azar en un templo homónimo, donde un sacerdote de la Iglesia ortodoxa rumana, recién terminada la misa, recibía a unas mujeres que hacían fila y se iban metiendo debajo de su túnica negra con incrustaciones de joyas cosidas con gruesos hilos dorados. Las bendecía o las maldecía casi sin tocarlas. Era como un confesionario humano, hecho de vieja carne patriarcal y de telas caras.
Salimos y nos rodeó una guardia de hierro de nacidos y criados. Mezcla, es decir, de dacios, escitas, visigodos, griegos, romaníes, hunos, protonazis y originarios. Todos varones, todos vestidos como campesinos de domingo. Mi papá les contaba que se había ido de Bucarest a los 16, 17 años. La charla era en rumano. Nos miraban como a parientes perdidos que habían llegado a la fiesta sin ser invitados.
Un vendedor de velas ofrecía de a media docena, por 10 lei o dos euros, para honrar a los vivos (velas blancas) o a los muertos (velas negras), en unas grutitas donde la cera caía como estalactitas. Mi papá tradujo: los judíos se fueron y ya no quedan. Había que entender que se habían ido de puro gusto o respondiendo a esos impulsos errantes tan extraños.
Yo no sabía si elegir velas para los vivos o para los muertos. ¿Nadie había pensado en velas grises para sobrevivientes? Me imaginé a la paisanada yendo a buscar antorchas. Los frate se miraban y se reían.
De vuelta en el hotel, coincidimos en que las chicas rumanas tenían una belleza de flecos salvajes, rasgos un poco mongoles, una veta asiática compostada con la blancura de las tribus europeas, simpatía latina y una altura prohibitiva. A veces miro los mapas viejos, busco en internet y me resigno. Me apiado de mí mismo y del intento de querer armar la historia.
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