Transformaciones prolijas
El Gobierno nacional decidió la conversión de varias empresas públicas en sociedades anónimas, como paso previo, en la mayoría de los casos, a la incorporación de capital privado para mejorar la eficiencia y la productividad de las compañías o para su privatización.
En los últimos días se anunció de manera oficial que la nueva figura jurídica alcanzará tanto a Yacimientos Carboníferos de Río Turbio (YCRT) como al Banco de la Nación Argentina.
Sin embargo, este último proceso fue frenado por la Justicia, a la espera de conocer precisiones de la administración de Javier Milei sobre el procedimiento y los objetivos finales respecto de la entidad financiera, aunque debe señalarse que el término “privatización” no figura en el decreto correspondiente publicado en el Boletín Oficial.
Sí aparece en los considerandos del decreto que involucra a YCRT. Además, en un párrafo del Boletín oficial se consigna que “resulta necesario dotar” a YCRT y a “los servicios ferroportuarios con terminales en Punta Loyola y Río Gallegos con una estructura jurídica adecuada mediante su transformación en la sociedad Carboeléctrica Río Turbio Sociedad Anónima, para que continúe con la explotación del referido complejo” carbonífero, ferroviario, portuario y energético.
En el caso del Banco Nación, el nuevo estatus jurídico aparece como más complicado, dado los intereses gremiales y de las pequeñas y medianas empresas, que pugnan por mantenerlo en la órbita estatal.
Ambas empresas, así como otra veintena de entidades con patrimonio estatal, sirvieron en el pasado –en especial, durante las gestiones del kirchnerismo– como centros de contratación e incorporación de militantes partidarios.
Las nuevas incorporaciones carecían, en la mayoría de los casos, de las aptitudes necesarias para el ejercicio de sus funciones, además de realizar un escaso aporte a la productividad de las compañías.
La competencia en el sector privado, por su parte, avanzó en la innovación y en la mejora de procesos productivos, lo que convirtió a las empresas en más eficientes y rentables.
Si bien estos objetivos aparecen ahora en el ideario oficial, las frustraciones de las experiencias privatizadoras en la década de 1990 no debieran olvidarse.
En esa ocasión, los nuevos dueños no mejoraron la productividad de las empresas privatizadas, dieron pie a incontables negociados y, finalmente, debieron ser estatizadas de nuevo para mantener la prestación de servicios.
Las experiencias relatadas en la Justicia dan fe de la necesidad de obrar ahora con prudencia en la selección de eventuales candidatos, además de cotejar sus antecedentes empresariales. No obstante, en el caso del Banco Nación el proyecto sería que el Estado retenga el 51% de la empresa y que el otro 49% se destine a capitalización bursátil, con cláusulas que eviten que una persona o empresa concentren más del 3% de las acciones.
Si ese fuera el modelo, no sería una privatización equiparable a las de la década de 1990, sino un mecanismo válido para conseguir financiamiento genuino para asistir a empresas que necesiten apuntalar su crecimiento.
El proceso de traspaso parcial o total de empresas del Estado nacional al sector privado merece encararse con seriedad y honestidad para evitar futuros problemas.
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