Te enfermás; yo también
Apoya la cabeza de un lado de la almohada, ahora, del otro; no logra dormirse. Estira las piernas, las recoge; tampoco.
Ya probó mirar el techo, taparse y destaparse, apretar los párpados. Nada parece ayudar a Ana a conciliar el sueño.
A los 6 años, el insomnio es lo más parecido a un abandono. Por eso busca complicidad en su hermana –María, dos años menor– que, en la otra cama, parece dormir profundamente.
De pronto Ana cree oír algo: no es papá roncando, no es mamá tosiendo.
Ahí está de nuevo, ahora más fuerte: proviene de su hermana.
Se acerca y se espanta. La piel de María ha tomado un color ceniza; tiene los ojos entreabiertos y lanza quejidos secos que suenan como los de un animal herido.
Le toca la mano, está muy fría.
“Mamá”, tartamudea; retrocede, tropieza con una silla y sale del cuarto.
“Vuela de fiebre”, dice la madre que apareció completamente despeinada. En segundos logra quitarle la ropa a María y el padre trae paños empapados en agua, mientras balbucea con una voz ridículamente aguda.
En un rincón, Ana mira la escena y siente que los ojos se llenan de lágrimas que caen, una a una y con prolija cadencia, por las mejillas.
El médico llega pronto. Ana gira la cabeza para no mirar cuando carga una jeringa.
En pocos minutos ha perdido, sin saber cómo ni por qué, la calma de sus padres y a su hermana; a toda ella.
María parece mejorar. Sin embargo, deciden trasladarla al hospital. La madre irá con ella en la ambulancia; el padre y Ana las seguirán.
El auto no es el auto sin la mitad de su familia. Necesita con urgencia que cada quien vuelva a su sitio: mamá y papá adelante, charlando; ellas atrás, peleando y bromeando.
En la sala de emergencias María recupera el color. La voz del padre ya no es ridícula y el cabello de la madre luce aplacado; logró arreglarlo “con las manos, nomás”.
“Convulsión febril”, concluyen los vestidos de blanco, “va a estar bien”.
Nombrar al enemigo reduce en algo la angustia de los padres, pero no en Ana, que sigue esperando por su María.
En silencio, ruega por que alguien acomode esos pelos pegoteados en la frente; que le desaparezcan las ojeras de fantasma y que vuelva a tener la fuerza que perdió.
Cambiaron a su hermana por otra y ella quiere la original. La necesita para compararse, para pelear por la preferencia de los padres, para burlarse la una de la otra; en fin, para hacer lo que corresponde.
¿Por qué se siente así… responsable? Es demasiado chica para ser la mayor.
María ya sonríe. De todos modos, aunque quedará internada para hacerle estudios, para “quedarse tranquilos”.
¿Tranquilos? Los otros; Ana no.
—
La mayoría de las convulsiones febriles no causan secuelas en quienes las sufren. No obstante, son escasos los registros del impacto en testigos de los episodios; en especial, en los hermanos.
—
Ana escucha un quejido y salta al borde de la cama de María.
La hermana la mira y estalla en carcajadas; otra vez la engañó.
“¡Estúpida!”, grita Ana.
María se cubre con la sábana, lista para dormir.
“¡Recontraestúpida!”, insiste.
“¡Chicaas… es tarde!”, se escucha desde el otro cuarto.
—
La hermana se ha dormido, pero Ana sigue dando vueltas.
“¡Recontramilestúpida!”, murmura dos veces, se recuesta y cierra los ojos.
* Medico
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