Su Tierra los conecta y los hizo corredores: bienvenido al mundo de los maratonistas rarámuri
CHIHUAHUA, México (AP) — Miguel Lara es hijo de la montaña. Lo lleva en la zancada, la sangre y la historia.
“Tarahumara significa ‘el de los pies ligeros’”, dice el ultramaratonista indígena de 34 años.
A él las carreras de cinco, diez o quince kilómetros no le hacen ni cosquillas. Miguel —ligero— corre cincuenta, cien, ciento sesenta.
Durante cinco, doce o veinte horas, Miguel corre. Despega en soledad, en equipo o con sus hijos. Surca polvo, pendientes y rocas.
Corre aunque la mente titubee y los calambres fastidien. Resiste como las barrancas al sol en esta tierra escarpada que 56.000 tarahumaras o rarámuris habitan al norte de México.
“Eso es lo que hacemos”, cuenta con cierta timidez. “Mucho antes de que existieran los maratones, los tarahumaras ya venían corriendo”.
En el pueblo de Porochi, donde vive en el estado de Chihuahua, las casitas de madera son tan escasas que parece que cayeron salpicadas desde el cielo. No hay caminos, señal telefónica ni un censo que precise el número de habitantes. Unos 200 o 300, estima la gente de los alrededores.
“Cuando recién nos casamos, íbamos hasta Urique por la comida”, dice la esposa de Miguel, Maribel Estrada, en la pequeña cabaña que comparte con sus hijos de 3 y 11 años. “Se hacen unas cuatro o cinco horas caminando, pero corriendo un poquito menos, como tres”.
En sus montañas la distancia, la escasez y el aislamiento se combaten trotando. A pie se va de un rancho a otro, a la iglesia, a la escuela y a las contadas tiendas que el progreso ha dejado por aquí y por allá.
“Cuando uno corre, anda a gusto”, dice Maribel, con el pelo negro acomodado en una trenza y los pies sobre sandalias de hule que amarra con tiras de cuero blanco.
Como Miguel y el resto de los corredores rarámuri, corre como le dicta el cuerpo. Sin entrenador, sin calzado deportivo de última generación y sin relojes inteligentes.
“Correr es parte de la cultura”, dice Miguel. “Yo empecé a ver correr a las personas más grandes. Miraba que aguantaban muchas horas y decía: ‘¿Cómo es que aguantan tantos kilómetros corriendo? ¿A poco yo no podría hacer lo mismo?’”.
Entre los suyos, correr también es sagrado. Los tarahumaras organizan competencias durante sus ceremonias religiosas. Se agrupan por categorías —hombres, mujeres y niños—, y apuestan ropa, dinero y ganado, lo que despierta en los corredores la responsabilidad de no correr por sí mismos, sino por todos.
“A eso va uno”, dice Miguel. “Te echas el compromiso de ganar para toda la comunidad”.
En una de estas fiestas —que los tarahumaras llaman Yúmari y se realizó recientemente en el diminuto pueblo de Cuiteco— Evelyn Rascón —13 años, pelo azabache, falda brillante en violeta y verde— era la esperanza de su equipo.
“Empecé a correr desde que entré a la primaria, cuando tenía seis años”, dice con una sonrisa recatada. “Le echaba ganas con mi tía. Ella corría mucho, le gustaba y aprendí a correr con ella”.
Casi con vergüenza, cuenta que en el plano más profesional “sólo” ha corrido medios maratones —21 kilómetros— en “no menos” de hora y media —el promedio difícilmente baja de dos horas— pero añora romper su marca y trabaja duro para lograrlo.
“Si nos mandan por algo, vamos corriendo”, añade. “O camino de aquí a mi casa y, en las subidas, subo corriendo”.
Aunque ella trota con zapatillas de deporte, su madrastra —la corredora más veloz del Yúmari de Cuiteco— aún prefiere el hule y las tiras de cuero.
“Siempre corro con sandalias”, dice Teresa Sánchez, de 31 años. “Me duran tres años. O dos. Depende, pero tienen más solución que los tenis”.
Teresa recuerda que su madre —corredora, ¿qué más?— fue su primera inspiración, pero ella se hizo de velocidad y resistencia en su convivencia con la sierra. Recorriendo montes, cuidando cosechas, vigilando cabras.
“La Tierra es nuestra madre porque nos da todo”, dice Candelaria Lechuga, otra indígena presente en el Yúmari. “Todo lo que nos rodea nos conecta con ella: el aire, el sol, los árboles, las plantas. Con eso nos identificamos como rarámuris”.
Ese hilado invisible que entrelaza su vida con su entorno atrae cada vez más atención fuera de México.
Hace un par de décadas, el maratonista estadounidense Michael Randall Hickman —a quien la comunidad llama «Micah»— conoció a algunos atletas rarámuri en una carrera en su país y, tras enamorarse de la cultura, se mudó a la sierra, compartió el resto de su vida con ellos e impulsó a corredores locales a través del Ultramaratón Caballo Blanco.
«La vida simple, el compartir, son inherentes a la cultura rarámuri», dice Michael Miller, otro maratonista estadounidense que cayó rendido ante la Tarahumara y trabaja en True Messages, organización que apoya a corredores como Miguel desde el fallecimiento de Micah en 2012.
«Han enfrentado siglos de desafíos — violencia de los cárteles, tala ilegal, sequía— pero siguen aquí y mantienen su conexión con la Tierra», añade. «Ésa es la sabiduría que los extranjeros tenemos que comprender y apreciar».
Los hijos de la montaña nunca renunciarán a ella. Cuando Miguel no bate récords en Caballo Blanco o se lleva de calle a corredores extranjeros en pistas pavimentadas lejos de la sierra, trabaja como albañil en construcciones cercanas y se dedica a la siembra de maíz o frijol.
Él no acepta patrocinios ni quiere mudarse. Guarda sus medallas para colocarlas en una segunda habitación que pronto espera añadir a su cabaña y sólo cambia sus sandalias por tenis porque cuando corre grandes distancias —digamos, 100 kilómetros— las correas de cuero se truenan y repararlas lo retrasa en la contienda por la meta.
“Nunca he pensado en irme”, dice. “Los tarahumaras no son de hacer dinero y no estamos acostumbrados a la ciudad. Corremos por gusto, por la emoción de correr”.
Esa primera emoción la sintió a los ocho años —durante unas carreras locales llamadas Rarajípari— y creció con el tiempo, cuando prestó atención al correr de su madre.
“Pienso que de ahí viene, porque mi mamá, desde que era jovencita, corría”, recuerda. “Siempre ganaba y ahí es cuando me empezó a gustar más”.
Ella, cuenta Miguel, fue una suerte de entrenadora que no le indicaba cuánto o cómo correr, sino lo que sentiría. Al principio, le decía, vas a estar bien, pero cuando tengas dos o tres horas corriendo, vas a empezar a tener hambre y sed. Después de unas ocho o nueve horas, te van a empezar a pegar los calambres, pero no les hagas caso, porque si te enfrías, te van a pegar más fuerte.
“Lo que se trata es de aguantar, de terminar, no importa cuántas horas hagas”, dice Miguel.
Los hijos de la montaña se inspiran entre sí. Mario Pérez —25, piel ocre, voz bajita— no tiene padres corredores, pero entrena en las barrancas porque algún día le gustaría ser como Miguel.
“De hecho, hace poco corrí con él”, dice desde un parque de diversiones en el que trabaja guiando a turistas que escalan la Tarahumara. “Íbamos iguales en la parte de abajo, pero luego él empezó a ir recio y en la subida me dejó atrás”.
Los admiradores más aguerridos de Miguel viven con él y Maribel en su pequeña cabaña de Porochi. Aunque el corredor le dice a sus hijos de 3 y 11 que sean pacientes, que no corran tan chicos para evitar lastimarse, ellos lo ignoran y ponen los pies en polvorosa.
De un tiempo para acá, cuando compite, sus niños lo esperan cerca de la meta. Tan pronto lo ven, se lanzan al galope y la emoción se contagia. Tras ellos despegan sus compañeros de escuela y así, como si fueran un mismo corredor, libran los kilómetros finales con Miguel.
“Les decimos ‘los caballitos’”, dice sonriente. “A veces llegamos a la meta hasta con 20 niños”.
“Me dicen que sienten la emoción y yo les digo que eso está bien», añade. «A lo mejor algún día, si les gusta, ellos podrán ser campeones también”.
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La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.
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