Si el número es correcto, marque uno
Cuando empezaron a usarse los cajeros automáticos, yo prefería a un humano detrás de una ventanilla. Cuando empezó a usarse el home banking, yo prefería los cajeros automáticos. Obligada por la pandemia, acepté el home banking cuerpeando el horror de las aplicaciones en el teléfono. Pero toda resistencia tecnológica parece condenada al fracaso.
Sólo es cuestión de tiempo. Mi hermosa tarjeta de coordenadas dejó de funcionar: un día el banco decidió que necesito algo llamado “token” y que es imprescindible descargar una aplicación.
No me gustan las aplicaciones. Piden acceso a lo que hay en nuestro teléfono: fotografías, contactos y cosas que ni siquiera sé qué son. Me resulta extraño que la gente ofrezca esos datos privados a cambio de, por ejemplo, saber la temperatura en Kuala Lumpur.
Me siento en un café. Sobre la mesa hay un papel plastificado con un código QR. Aclaración para personas como yo: el código QR es un dibujito que te obliga a tener el celular encima. Un cuadradito, una porquería. Le pregunto al mozo qué jugos tienen. Me dice que la carta está en el código QR. Le digo que no traje el teléfono. Contesta: “Es el único modo de acceder a la carta”. Reduzco mis pretensiones: “¿Jugo de naranja tendrán?”. “Tendría que consultar en la cocina”, dice él. Y se va.
Quedo en una especie de limbo. ¿Qué significa la frase “tendría que consultar en la cocina”? Yo leo una forma elegante de decir: “Pregunto y vuelvo”. Pero no vuelve. Y atiende todas las mesas con comensales afortunados que leen la carta con sus celulares. Empiezo a pensar que quizá la frase es literal. ¿“Tendría” significa “voy a”? ¿Y quién es el sujeto del verbo? ¿Él? ¿Yo? ¿Me mandó a la cocina?
Después de un rato, me levanto, busco otro bar, me siento, pido un cortado (¿qué bar no sirve cortado?) y me quedo el resto del día añorando las naranjas.
Yo, robot
Tengo que hacerme un estudio. ¿Puedo hablar por teléfono para pedir un turno? No. Tengo que hacerlo vía WhatsApp y entablar una hermosa relación con un bot. Otra palabra nueva; definición de Wikipedia: “Programa informático que efectúa automáticamente tareas reiterativas mediante internet a través de una cadena de comandos o funciones autónomas previas, para asignar un rol establecido; y que posee capacidad de interacción, cambiando de estado para responder a un estímulo”.
El problema es que el bot suele hacerse el lindo y hablarte como si fuera una persona. “Hola, soy Valeria, en qué puedo ayudarte”. Mentira. Ninguna Valeria ahí. Lo noto al segundo, cuando es imposible entablar esa “capacidad de interacción” que menciona Wikipedia.
Para que un bot responda a lo que necesitamos, hay que hablarle como si nosotros fuéramos el bot.
Entrar en una frecuencia lingüística que no parece humana.
Ir reduciendo.
Al “qué puedo hacer por vos”, no responder “necesito un turno para laboratorio”, sino sólo “turno” o “laboratorio”. Y luego avanzar en una jungla de opciones reducidas a su mínima expresión. La “conversación” nunca es breve. Está llena de malentendidos, mucho más engorrosos que los que surgen entre humanos.
Y, sin embargo, con mucha frecuencia soy yo la que debe tildar un cuadradito blanco con la leyenda “No soy un robot”.
Al menos por ahora.
Ya está, lo logré, estoy a punto de elegir el turno, cuando Valeria me advierte que no tengo usuario para acceder a mi historia clínica digital, que debo darme de alta y luego reiniciar este proceso. El trámite del acceso a la historia clínica digital implica sacarme una selfie para hacer un reconocimiento facial. Me quedo en Babia. ¿Con qué lo van a comparar? ¿El hospital ya tiene una base de datos con mi cara? ¿Para qué necesita eso? Perdón, mundo automatizado: yo lo único que quiero es saber si los triglicéridos están bien.
¿Alguno de ustedes usa lentes? Cada vez que tengo que hacer un trámite como este, invierto horas en tratar de adivinar lo que dice la pantalla frente a mí: “aléjate”, “acércate”, “mantente firme” porque –evidentemente– no puedo leer sin los lentes que me han pedido que me saque para hacer la foto.
Necesito pagar un nuevo servicio. Quiero cargarlo en el home banking. Me pide que baile una tarantela desde la aplicación. Ladescargo, tardo un buen rato en lograr que reconozca que mi cara todavía es mi cara. Hago dos pasos y me pide confirmación desde mi mail. Consulto el e-mail que envía el banco. Copio el código. Cuando quiero volver a la aplicación, ya se ha cerrado. Justo entra un correo: publicidad de conocido supermercado que dice “Con la app, tenés beneficios exclusivos. Sin la app, nop”. Encima hacen juegos de palabras y son cancheros. Fastidio nivel mil.
Aquellos hermosos y humanos impedimentos
Hace años tuve que consultar muchas veces material que formaba parte del catálogo de la biblioteca de una institución que prefiero no mencionar. La persona que estaba a cargo desplegaba un escudo misilístico digno de una superpotencia. Nada, absolutamente nada, escapaba a un filtro escrupuloso en función de lo que a ella le parecía bien.
Para empezar: a cualquier saludo, respondía con una expresión facial traducible como: “Usted me está rompiendo soberanamente la paciencia”.
Ante la pregunta por el material que yo necesitaba, la respuesta era siempre “para qué”. Me parecía suficiente decir “para leerlo”. Pero ella redoblaba la apuesta con otro “para qué”.
Durante varios meses mantuvimos conversaciones desesperantes –al menos para mí– y, en función de su ánimo, me dejaba ver el material (sólo en sala) o me negaba que existiera, aun cuando yo lo había consultado unos días atrás.
Una tarde en que me dijo que ese material nunca había sido parte del catálogo, me animé a contradecirla. La señora fue tan implacable ante la agresión incalculable de mi afrenta que tuve que suspender las consultas bibliográficas por varias semanas, con la esperanza de que se olvidara de mi cara y de mi nombre.
Me consolaba pensando que quizá era viuda reciente o que tenía una enfermedad gravísima, o que su salud mental estaba acorralada por la desgracia. No sé. Buscaba los modos de justificar ese maltrato con el que fustigaba a quien osaba abrir la puerta de su templo para llevar a cabo una actitud hiriente y ofensiva: pedir un libro en una biblioteca.
¿Por qué no digo abiertamente cuál es la biblioteca? Porque quizá esa mujer –ya jubilada, imagino– haya podido cambiar lo que parecía una actitud de guerra contra el mundo. Y quién soy yo para condenarla a una imagen fija del pasado.
No sé su nombre. Nunca lo supe. Pero en estos días la extraño.
Qué hermoso enfrentar a alguien gruñón en lugar de rebotar ante softwares automatizados (a los que es imposible justificar pensando que quizá estén pasando un mal momento personal).
La pesadilla de la automatización.
Y un pedido a los programadores de plataformas de comunicación: nunca, pero nunca, renuncien a incluir la opción “quiero hablar con una persona”.
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