Reseña de El pintadedos, de Carlos Catania: huella única de un ser gris
Son más de una las novelas que se entretejen en el caldo espeso de El pintadedos, segunda obra rescatada del rosarino Carlos Catania (1931) después de Las varonesas.
Esta última, elogiada alguna vez por Roberto Bolaño y puesta de nuevo en imprenta por el sello Las Cuarenta, encendió el interés por un autor tan desmedido como soslayado que supo gozar de circulación continental y traducciones a otros idiomas.
Dedicado a la ficción y al teatro, Catania residió durante un extenso período en Costa Rica, y la publicación original de El pintadedos en 1984 coincide con su regreso al país, luego de un régimen de terror que el texto lleva a su trama.
La historia arranca con la sordidez iniciática del policial, perfilando a un personaje que vuelve a su pueblo santafesino en 1980 para ejercer el oficio de perito dactiloscópico, “enterrador al revés” que encuentra en los dedos de los muertos el rasgo único de quien ha dejado de existir.
Esa tarea de ultratumba la lleva a cabo junto a Los Inseparables, tropa policíaca deudora de una estrecha pandilla de infancia que se enfrenta a un caso ominoso.
Ya esa alternancia entre presente pesado y recuerdo entrañable de cariz autobiográfico (el pintadedos se llama Carlos, y Catania tanteó ese empleo en su juventud) activa la alerta por un cuerpo disímil al que el relato no dejará de anexar injertos osados.
La epopeya de El pintadedos es la de la novela moderna, y así Catania explora múltiples registros con virtuosismo de boom latinoamericano (devoto de Musil, el autor hace convivir a Saer con Vargas Llosa) hasta bordear su agotamiento.
Onírica y cruda, violenta y elegíaca, satírica y nihilista, la narración avanza en estado de gracia: hay un bebé que describe su parto, una maldición india, un ritual de tortura religiosa, unos “mongolitos” proféticos, un alumno que se acuesta con su maestra envejecida, un habitante de 120 años y una prostituta sometida a un duelo bestial.
La apuesta extrema es superponer moral y aberración, y por eso incomoda la voz de una madre de Plaza de Mayo que busca a su hijo desaparecido. Silenciado él mismo por la dictadura –Las varonesas se prohibió en la Argentina en 1978–, Catania exhibe las miserias del orden autoritario al tiempo que desentraña la grisura proverbial del pintadedos.
“Mi fracaso es cósmico”, dice en un momento el protagonista, consciente de la huella turbia que deja impresa.
- El pintadedos. Carlos Catania. UNL/Serapis. 406 páginas. $ 5.300.
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