Paredón de Vietnam y cazando plomos por los techos
La puertita falsa que debían franquear los apaches y pieles rojas conectaba el patio con la calle Perú. Del lado de la vereda, sobre el paredón de revoque desnudo, una leyenda en aerosol con letras rojas pintadas a las apuradas exponía el arte de un activista inconforme: “Fuera yanquis de Vietnam”. Firmado: “EGP”.
–Qué lo tiró, es la quinta vez en dos meses que lo hago arenar y de nuevo me pintan la pared estos mugrientos –dijo mi papá, furioso–. Se nota que estos son revolucionarios de la boca para fuera. A ver si agarran una pala y se ponen a laburar.
–¿Qué dice papi? –le pregunté, a sabiendas de que no le gustaba explicarme cosas complicadas.
–¡Qué se yo! Ni yo entiendo a estos comunistas. Ni sé quiénes son con esas iniciales raras. Se creen dueños del paredón.
Mi papá siguió gesticulando y dando explicaciones a los automovilistas que bajaban los vidrios para saber qué estaba pasando.
–No entiendo. Me tomaron la pared de pizarrón. ¡Píntense la suya, carajo! Ya gasté un platal y la municipalidad lo único que hace es encajarme un cartelito.
Mi hermano le dio una solución práctica.
–Tachale el prohibido –le dijo refiriéndose al cartelito “Prohibido fijar carteles”–. Eso es lo que los atrae.
–No va a funcionar.
–Entonces escribile más cosas, para que parezca arte… Ponele un título ahí arriba: “Paredón de Vietnam”.
–Me gusta, me gusta –respondió mi papá, aunque a los tres segundos desestimó la idea–. No, después capaz que nos pintarrajean toda la esquina.
–Entonces dejala. No van a pintar arriba de lo que ya pintaron –replicó mi hermano.
–¡Ni loco! La gente va a creer que lo pintamos nosotros.
Mi papá siguió con sus argumentos, pero sin esperar respuesta.
–Es que no entiendo este mundo. Los yanquis parece que hacen todo bien en las películas, pero en la vida real la cagan y ahora tienen un quilombo bárbaro con ese Fidel en Cuba. ¡Como si los comunistas fueran unos santos!
Mi mamá escuchó lío y apareció en escena. Llegó llamando a silencio, con un chss, chss, chss como pitidos de tren.
–Bajá la voz, Livio. Despintala sin chistar y listo, por favor. Si alguien te escucha, vamos a tener problemas; capaz se la agarren con nosotros, con los chicos o con el bar. No ganás nada con protestar.
–¡Que te van a hacer esos zurdos! Ojalá los yanquis les tiren unas bombas atómicas y a ver si siguen cacareando.
–Viejo, callate por favor. No te metas en política; vas a espantar a toda la clientela. Es suficiente con los líos que armás con el fútbol. Sos un chico.
Mi papá asintió como siempre lo hacía. Pero era más fuerte que él. En su mesa de los mediodías y en los asados de los jueves por la noche, solía enfrascarse en batallas campales por River y Boca, o cada vez que alguien defendía a Perón, a Evita, a los militares o a los socialistas y comunistas.
–Los únicos que valieron la pena fueron Sarmiento, Yrigoyen y este Frondizi –le dijo a mi mamá, repitiendo el caballito de batalla que usaba en sus trifulcas–. Con el resto anduvimos de mal en peor.
El 22 de junio mi papá fue con un par de amigos a un acto en avenida Libertador y 25 de Mayo, del que volvió efusivo. Arturo Illia, el candidato presidencial de la UCR, había llegado a San Francisco en campaña con un discurso de apoyo total al desarrollo del campo.
–Es el único que puede sacar a este país adelante. Ojalá gane y lo dejen gobernar y los militares no desenfunden. Sabe que en el campo está el futuro.
–Sí –afirmó mi mamá– Todos los que vienen de la Feria Gilli están entusiasmados. Dicen que volveremos a ser el granero del mundo.
Mi papá protestaba contra la leyenda del paredón, pero en el fondo la disfrutaba. Le servía para meter la cuchara en política, y en especial, le daba la excusa perfecta para entonar los versos de otro de sus tangos preferidos, Tinta Roja. Se ponía a hablar de Cátulo Castillo y de toda su obra como compositor de tangos, mientras con voz finita y pose de Carlitos Gardel, tarareaba su verso favorito: “…paredón, tinta roja en el gris del ayer, tu emoción la la lá… con un borrón pintó la esquina…”
Mi papá dijo una vez que Castillo había escrito Tinta Roja inspirándose “una noche que lo traje a ver este paredón de Iturraspe y la Perú”. Todos tomaron la anécdota con gracia, pero como no la objetaron, mi papá se dio licencia para repetirla y hasta para creérsela.
Yo no entendía toda la maraña, o si Vietnam era una provincia como Córdoba. Me bastaba saber que los yanquis eran los chaquetas azules que mataban a todos los apaches y los pieles rojas al final de las películas. Y, con tiza y carbón, había dibujado debajo del paredón una bandera de llegada para las carreras que hacíamos con mi papá y mi hermano.
“A ver quién llega primero”, nos desafiaba mi papá cada vez que volvíamos del cine Mayo o de la carnicería de los González por la avenida Garibaldi. “Largamos”, daba la orden con un amague al frente del chalet de la Campana. Salíamos como flechas. Mi hermano picaba primero, yo segundo y tercero mi papá, siempre imitando una renguera para dejarnos ganar.
La puertita era coqueta, de un gris áspero y opaco desteñido por las lluvias. Del lado del patio, tenía un par de travesaños que, con tres saltitos, permitía subir al paredón de Vietnam y de allí acceder a todos los picos de las montañas de la manzana.
Sorteando ramas del limonero, águilas, cóndores y palomas grandes como avionetas que anidaban sobre el bañito, accedía al techo de los Hans y al de los Fornero, un garaje más largo que una cancha de bochas. El paisaje era mágico. Estaba lleno de platos voladores cargados de agua que habían llegado del planeta Eternit, y nunca dudé de que los extraterrestres estaban disfrazados de antenas de televisión. A lo lejos se veían los silos del Molino Tampieri, unas plataformas lanzacohetes para llegar a Marte, y a media cuadra estaba el Aconcagua, la enorme pared de dos pisos de los Bertoa, imposible de trepar porque la flanqueaba un precipicio de miles de metros, en cuyo fondo estaba el taller mecánico de los hermanos Aimar.
Los techos estaban recubiertos con chapas de cinc corrugadas, adheridas a los tirantes con remaches de cabeza de plomo. Para espiar por los patios, tenía que caminar por las cornisas o pisar sobre los remaches para evitar que los crujidos de las chapas me delataran.
Mi amigo el Mario, que me llevaba algunos años de ventaja, era otro de los habitúes de los techos. Me enseñó a cazar plomos por el vecindario. “Apretá fuerte y tirá para el costado, que salen solos”, me demostró, tenaza en mano. Fui su mejor alumno. En menos de una hora cacé 122 plomos del techo del salón del bar. Llené dos latas de duraznos al natural. El Mario los fundió y nos fuimos a la chacarita del viejo Luengo. Ese día, orgulloso como banquero tras una buena cosecha, puse 10 monedas de 10 pesos en mi alcancía del bar.
Para esa misma noche, la radio venía anunciado una tormenta eléctrica, la peor en dos décadas. Unas ráfagas fuertes y sostenidas arrancaron varias chapas que flamearon como barriletes por toda la cuadra, creando unas goteras que lloraban a chorros.
Mi papá enfureció como contra los comunistas.
–¡No lo puedo creer! Hace poco que hice arreglar todas las chapas, ¡carajo! –gritó a todo pulmón, con más fuerza que el viento.
Mi mamá, más preocupada en poner unos latones para contener las filtraciones que en escuchar los rezongos, trató de calmarlo, pero mi papá siguió bajando santos.
–No sé para qué queremos comprar esta esquina toda agujereada. Es una porquería, un colador.
Los gritos de mi papá se escuchaban más que los truenos. Tenía pánico de solo pensar que supiera que yo era el culpable. Me brotó un sarpullido de sudor y las sienes me hervían como si me hubiese sentado en una silla eléctrica. Mi mamá pensó que me había mojado debajo de las goteras. Pensé en la carpintería a la vuelta por la 25 de Mayo donde habían serruchado a un chico por la mitad por haberse portado mal.
–Livio, pará de gritar como un loco. No solucionás nada. Mirá el susto que tienen los chicos. Ayudame con estos latones.
Esa noche me fui a dormir con ganas de no despertarme más. Sabía que, al ver el desastre al día siguiente, mi papá empezaría de nuevo con los truenos y a buscar culpables.
A la mañana, el sol estaba radiante y el aire puro y limpio. Había cuatro manchas en el cielorraso del bar y faltaban tres chapas. No había sido tan grave como lo pintó mi papá. Miré a la Virgen arriba del dintel de la puerta y me guiñó un ojo.
Pero cuando todo parecía calmo, otra tormenta se desató en la mesa de mi papá; una que la radio no había anunciado. El flaco Bosio contó que dos chicos ladronzuelos le habían robado varias líneas de plomo de una linotipo con la que imprimían los carteles para los remates de ganado de la Feria Gilli.
–Son dos mocosos del barrio –afirmó.
–¿Quiénes son? ¿Por qué no los agarran? –preguntó mi papá.
–El viejo Luengo no me quiso decir. Sabe que les voy a cortar las manos con la guillotina.
Miró para mi lado. Me hice el distraído, tratando de esconderme detrás de mi papá.
–Nenucho, ¿sabés quiénes fueron?
–No –contesté sin levantar la vista. Sentí brasas incandescentes dentro de las orejas.
–¿Por qué te pusiste como un tomate?
–No sé… tengo calor –contesté de nuevo, mirando al piso.
–Mirá que si sabés y no me decís, va a venir el hombre de la bolsa.
Me fui caminando hacia el patio, pero por dentro sentí que corría. Me refugié en la piecita de los cachivaches y le recé a la Virgen para no ver al hombre de la bolsa. No me despegué del lado de mi mamá ese día y me prometí que jamás tocaría una gota de plomo. No sacaría más remaches de los techos ni iría al garaje de Gilli a “encontrar” líneas de linotipo.
Mi papá me había prohibido subir a los techos, pero nunca supe si me sospechaba el Alí Babá de la casa. Cuando garuaba, mi mamá no me dejaba salir al patio porque tenía miedo de que me trepara por los techos. Sabía que me gustaba zanganear como los gatos. Yo subía igual, pero tomaba precauciones. Me calzaba unos Sacachispas viejos de mi hermano, que todavía tenían algo de tapones, para no resbalar. Mis otros pertrechos de aventura incluían una gomera que le había desaparecido a mi hermano y un canuto de sifón de soda que usaba de cerbatana. También llevaba un revólver de metal a cebitas que me había regalado John Wayne en Navidad, pero solo lo desenfundaba de mi cartuchera cuando teníamos duelos en la vereda.
Un día, con mi amigo el Huguito, tratando de salvar al mundo de los extraterrestres terminamos jugándole una mala pasada a Ema, la gorda con sonrisa de piano. La descubrimos en el patio de los Fornero, palanganeando sábanas a pleno rayo de sol, agachada y apuntándonos con su traste grande y redondo como luna llena.
Nos estiramos cuerpo a tierra sobre la cornisa del garaje, camuflados entre las ramas de un naranjo. Apunté con la cerbatana y, después de varios intentos fallidos… tuuuiiiffff ¡Blanco perfecto!
La gorda ni se inmutó. Le hice una seña silenciosa al Huguito para que me pasara la gomera y arranqué una naranjita recién nacida.
–¡Estás loco! –me susurró, pero contento y cómplice al adivinar mi intención.
–Damela.
Puse la naranjita en la badana, tensé la gomera, cerré un ojo y vi el traste de Ema en el centro de la horqueta. “Diez, nueve, ocho… cero” y solté… “Chau… cohete a la Luna”.
La naranjita fue en línea recta sin comba. La Ema saltó como un resorte y el chillido fue tan fuerte que espantó a las hormigas. No pudimos contener las carcajadas y, aunque salimos volando como Súperman, Ema nos cachó sobre el tapial: “Ya van a ver, mocosos de porquería, los voy a matar”.
En menos de dos segundos, tocamos tierra en el patio.
–An due andave (A dónde van ustedes) –nos pilló mi nono Félix cuando estábamos por guarecernos en la piecita de los cachivaches, envuelto en una humareda como si los pieles rojas estuvieran enviando señales de humo.
Mi nono había llegado ese día de Eustolia para visitar el Sanatorio Argentino. Se había escondido en esa piecita para que no lo descubrieran ni los médicos ni mi papá. Tenía terminantemente prohibido fumar sus Colmena, desde que lo habían operado de las arterias de una pierna.
–Hola nono, estamos jugando a los cowboys –le dije entre jadeos y lo más campante, para disimular.
–¿E sti brai ‘d chi a son? (Y esos gritos de quiénes son, entonces) –me recriminó– ¡Ij conto tut a tò pare! (Ya le voy a contar a tu papá).
Aunque no entendía un pito de piamontés, la palabra “pare” me resultaba familiar, así que intuí que, si le contaba a mi papá que seguía por los techos, yo estaba frito. Mi nono era bonachón – “Un pan de Dios”, como decía mi mamá–, pero estricto con la conducta. Tuve que pensar rápido para poder fugarnos antes de que llegara la gorda.
–Si le contás a papi, yo le voy a decir que vos estás fumando de nuevo.
Mi nono carcajeó, tosió y el humo le salió sin ganas por todos lados. Sus ojitos pequeños como uvitas me miraron cómplices. Supe que habíamos acabado de canjear un secreto, sellado un pacto.
Escuchamos la puerta del garaje de los Fornero. “Vienen los indios”, dijo el Huguito, y se fue rajando para su casa. Yo salí como flecha de Robin Hood a refugiarme al lado de mi mamá.
Leer más anécdotas de la Pampa Gringa. Próxima entrega, el sábado: “Jueves por la noche, asados y ‘cena de amigos’”
https://www.lavoz.com.ar/opinion/paredon-de-vietnam-y-cazando-plomos-por-los-techos/
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