La Voz del Interior @lavozcomar: Palabras, rutinas y silencios

Palabras, rutinas y silencios

Hay familias que a la hora de almorzar se preguntan qué vamos a hacer para comer, pero en mi casa eso estaba resuelto. Mi familia era una máquina de rutinas. Los almuerzos del domingo eran para las pastas de la nona, y a la noche comprábamos sándwiches de miga, que comíamos tostados.

Íbamos en auto hasta una pequeña rotisería que los fabricaba y vendía muy frescos. Teníamos una tostadora doble, de esas que se apoyan sobre la hornalla de la cocina, a la que la vieja le ponía un toque de manteca antes de comenzar a calentarlos. Los sándwiches tostados en Córdoba se llaman carlitos, en honor a Gardel.

Mi vieja amaba los carlitos, sobre todo de noche, porque era comer algo liviano y sabroso. Los pedía donde viajaba –en España, en Chile– y los mozos no le entendían la palabra “carlitos”, por lo que alguien tenía que hacer de traductor. Siempre pensé que en mi pueblo le iban a entregar el “Carlitos de Oro”.

Comprábamos una bolsa grande de sándwiches de jamón y queso. La bolsa tenía dos tiritas de metal plateado, donde cada una presionaba el nylon para que no se secaran. La tostadora era doble, pero no alcanzaba su velocidad para el ritmo con que los comíamos. Los primeros desaparecían antes de llegar al plato, hasta que mi vieja exigía orden y nos mandaba a sentarnos a la mesa. Se iba armando una pila de “carlitos” sobre el plato blanco.

El plato llegaba a la mesa mientras mis viejos veían el programa de Tato Bores, y para cuando este gritaba “monólogo nacional”, no quedaba ni un rastro de carlitos sobre el mantel.

En realidad, la rutina comenzaba en el viaje a la rotisería. Los hermanos viajábamos sentados en el asiento de atrás, para entonces sin cinturón y en total libertad. El viaje era corto y, unos segundos antes de bajarnos, alternativamente mi mamá o mi papá siempre decían, en referencia al dueño de la rotisería: “Este hombre tiene un hijo desaparecido”.

En mi mundo de jardín de infantes y pelotas de fútbol, la única persona a la que había visto desaparecer era a la chica que acompañaba al mago en el circo que llegaba los veranos al pueblo. Y antes del truco final, volvía a aparecer desde adentro de una caja. Nunca me animé a comentarle a mi hermano. Tampoco me animé a pasar cuando un mago pedía un voluntario para ayudarlo en un truco. Pensé que al hijo de Don Morresi –así se llamaba el rotisero– el mago no lo había podido traer de vuelta después de un truco.

Narré esta anécdota muchos años después, al final de una reunión familiar, cuando mi madre estaba a la mitad de su stand up con mis problemas de palabras.

Su show comenzaba contando el día en que la maestra de segundo grado decidió enseñarnos a realizar pasta maché e indicó una receta simple: “Para mañana, traigan papel rallado”, dijo la maestra, queriendo explicar que debíamos hacer papel cortado muy pequeño, más pequeño que papel picado. Los demás niños pasaron papel por un rallador. En cambio, llegué a mi casa, tomé un rollo de papel higiénico, tres fibras de diferentes colores y le hice tres líneas de diferentes colores sobre los 40 metros de rollo. Había hecho papel rayado.

Siempre tuve un problema con las palabras. La profesora esperaba por papel rallado y llevé papel rayado con fibras de colores.

Un tal Roitman

En esa máquina casi perfecta de rutinas, los domingos de la niñez eran para ver la Fórmula Uno donde corría “el Lole” Reutemann. Casi siempre la carrera era a la mañana o cerca del mediodía y todo se detenía hasta que finalizara la última vuelta o “el Lole” quedará afuera por algún inconveniente mecánico. Eran desayunos más carreras de autos.

Los domingos por la mañana eran de Reu-te-mann. Se llamó así hasta que muchos años después vimos una película sobre Niki Lauda, en donde uno de los protagonistas, el jefe del equipo Ferrari, dice que para reemplazar a Lauda, que se había accidentado en la carrera anterior, habían contratado a un tal “Roitman”.

Claramente, al ser fanático de la Fórmula Uno, sabía que no había existido por esos años un corredor con ese apellido. Recién cuando se vuelve a nombrar a Roitman, mientras la cámara enfoca el auto con el cartel de Reutemann, confirmé que todos los argentinos decíamos mal el nombre de uno de nuestros más famosos corredores.

Otra de las rutinas familiares era ir a comprar pan a la panadería antes de la llegada de mi viejo, que ocurría exactamente a las 12.30. En el pueblo había dos tipos de pan: pan grande y pan chico. Nos mandaban a comprar dos tiras de pan grande y por las dudas, si no quedaban, teníamos que comprar menos cantidad de pan chico, porque hasta la noche se secaba.

En la panadería también había bizcochos y masitas.

¿Masitas o galletitas?

Cuando fui a estudiar a Córdoba, en la primera expedición a la panadería vi un cartel grande que decía pan francés y pan mignon. Nunca había escuchado esos dos nombres y lo que yo quería era pan grande. Así que cuando la señora que atendía me preguntó qué quería, tenía la mitad de posibilidades de acertar. Dije “quiero pan mignon” y la señora encaró para el pan chico, por lo que tuve que levantar la voz y decirle “por favor, quiero el otro”, marcando con el dedo levantado para señalar a su pan francés y a mi pan grande.

–¿Querés algo más?

–Sí, masitas –le dije.

Y la señora se dirigió hacia una bandeja de masas finas, cuya mínima compra me hubiera significado la bancarrota definitiva en mi primera semana de estudiante.

–No, no quiero eso –le dije, mientras marcaba como un extranjero en su propia ciudad unas galletitas dulces que vendía sueltas y a un precio muy económico. Esas que estaban en una lata cuadrada con una ventana de vidrio redondo, desde donde las galletitas te miraban.

Mi idea inicial era comprar también unos bizcochos, pero mi hermano me había alertado que en el idioma cordobés se los llama “criollos” y se compran por peso y no por unidad, así que preferí dejar esa parte de la compra para la próxima aventura exploratoria a ese país de diferente idioma que era la panadería.

Todas esas rutinas ocurrieron en una casa que hoy está vacía. Las rutinas dejan de existir cuando desaparecen los protagonistas que las llevaban a cabo.

Al desarmar la casa de mis viejos, me traje la carlitera y un libro de Federico García Lorca, edición de julio de 1971, el mes y año en que nací. Dice Federico en esas hojas, que están entre amarillas y marrones: “Porque te has muerto para siempre, como todos los muertos de la Tierra… pero yo te canto”. No hay más rutinas, sólo palabras que las recuerdan. Y silencios.

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