No criminalizar la protesta
El proyecto de “ley ómnibus” que el Poder Ejecutivo envió al Parlamento en el apartado sobre Seguridad Interior contiene casi todos los puntos del protocolo “antipiquetes” de la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Así, una medida administrativa que ordenaba las manifestaciones para evitar, en lo posible, alteraciones del tránsito obtendría estatuto legal, con graves implicancias penales.
Semejante transformación exige una profunda y concienzuda discusión política y jurídica, porque el inevitable punto de partida es la necesaria definición de qué se entenderá por manifestación.
Para el Gobierno, una manifestación sería cualquier “congregación intencional y temporal de tres o más personas” en el espacio público. Si una reunión semejante impide, estorba o entorpece el normal funcionamiento de cualquier medio de transporte o la provisión de agua, de electricidad o de alimentos, sus participantes podrán ser condenados a “prisión de uno a tres años y seis meses”.
En los últimos años, cualquier protesta, en las calles de una ciudad o en alguna ruta, y ante cualquiera de nuestros niveles de gobierno, ha sido enmarcada por un par de premisas básicas. Por un lado, los manifestantes debían liberar al menos un carril de la calle o la ruta que ocuparan para permitir la circulación vehicular. Por otro lado, los gobiernos admitían que sus dispositivos de seguridad dependían del volumen de la manifestación: a mayor número de participantes, menor capacidad de acción de las fuerzas de seguridad para que la premisa anterior se cumpliera.
Ambas premisas han resultado razonables para todas las fuerzas políticas a lo largo y a lo ancho del país, y no son pocos los políticos en funciones ejecutivas, sea de gobiernos locales o provinciales, que siguen ajustando su accionar a ese esquema.
Pues bien, el Gobierno nacional aspira a eliminar ambas premisas y a reemplazarlas por una amplia red de penalizaciones que, en la práctica, desestimulen la protesta. Porque cualquier manifestación pública entorpece, si no impide, la libre circulación. Hasta el dispositivo de seguridad alrededor de un partido de fútbol impone el cierre preventivo de algunas arterias. ¿Por qué podría el deporte o un evento artístico hacer algo que le estará vedado a quien desee protestar por el motivo que fuere?
Para quien organice o coordine una manifestación que obstruya el tránsito, se prevé una pena de prisión “de dos a cinco años, estén o no presentes en la manifestación o acampe”.
Para saber quién organiza una manifestación, habrá que comunicarla al Ministerio de Seguridad con “una antelación no menor de 48 horas”, detallando características, organizadores (personas físicas o jurídicas), objeto y finalidad, ubicación y recorrido, tiempo de duración y cantidad estimada de asistentes. ¿Y si fuera espontánea? Habrá que comunicarse igualmente con el ministerio “con la mayor antelación posible”.
Porque el ministerio podría oponerse a la realización de la protesta por cuestiones de “seguridad de las personas o la seguridad nacional” y podría plantear “modificaciones de horario, ubicación o fecha de realización”.
Ordenar las manifestaciones bajo ciertos criterios de convivencia social es razonable. Criminalizar la protesta, en cambio, es un claro abuso de poder.
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