La Voz del Interior @lavozcomar: Nada para decir

Nada para decir

La mayoría de los chicos suelen perdonar todo a sus padres; aunque algunos no perdonan jamás la ausencia.

La noticia les tomó por sorpresa; aquel no era el mejor momento para un embarazo.

La pareja había convivido algunos –pocos– meses, y cuando parecía haber logrado un equilibrio, se anunciaba un bebé.

Más que entusiasmo, sintieron miedo. Los abuelos, en cambio, apenas enterados saltaron de alegría; y eso los decidió a seguir adelante.

Entonces, los meses transcurrieron tranquilos, insulsos.

Por protocolo, la madre parió en soledad, sin saber si sus lágrimas habían sido por el dolor de las contracciones o simplemente por ella.

Sano y rollizo, Santi nació con los ojos abiertos. Plácido desde el inicio, saciaba su hambre sin protestar y sólo gruñía suavemente para recordarles que existía.

Tomó leche del pecho apenas por unas semanas; la madre juraba haber hecho todo lo posible.

Al niño no parecía molestarle pasar la mayor parte del día en la cuna, donde sus padres lo depositaban casi con alivio.

Ellos se amoldaron rápidamente a aquel niño “bueno”. Enseguida retomaron sus trabajos, sus chats y sus espejos. Nada parecía haber cambiado, después de todo.

Llegó a los 6 meses de edad y ya parecía adivinar cuánto tiempo dedican los adultos a sí mismos. Tal vez por eso aprendió sus primeras canciones de boca de sus abuelas y de una tía con tiempo.

A los 10 meses, entró al jardín maternal. Las maestras amaron enseguida a ese bebé sonriente y comunicativo con ellas, aunque apenas regresaba al hogar volvía al mutismo.

Por sugerencia de amigos, consultaron a un especialista, quien aseguró que no estaba enfermo, que era tranquilo.

Por momentos, y sólo entre ellos, los padres festejaban haber tenido un hijo que no causaba problemas. Nadie, ni de broma, se animó a preguntarles si planeaban otro.

El tiempo pasó y el niño seguía creciendo sin demandas. Todos sus gestos parecían querer explicar que, de verdad, comprendía a sus padres, personas ocupadas en asuntos importantes.

A poco de cumplir 4 años, Santi ya estaba firmemente decidido a no molestarles. Confiaba en tener siempre a mano el afecto incondicional de sus abuelos, la protección de sus maestras y los mimos de la tía con tiempo.

“Nada para decir”, acertó a decir un día su tío, atento como pocos a aquel sobrino bueno.

Desde el primer día de su primaria, sintió que en aquel sitio de rostros amables estaba a salvo de sentimientos equívocos. “El mejor portado”, confirmó en poco tiempo su maestra; “y el mejor compañero”, dijeron otros padres.

Con estudiada paciencia, seleccionó a un amigo para intercambiar algunas frases. En verdad, nunca había tenido problemas para comunicarse; sólo esperaba algo sencillo: que por una vez sus padres asumieran la iniciativa. Se ilusionaba –como todos– con ser su objeto de amor y no una consecuencia de reclamos.

A su manera, los amaba, pero –es bien sabido– el cariño requiere de al menos dos partes; y que ninguna de ellas vacile.

Cerró el bolso, se ajustó la gorra y salió. En la calle, esperaba su amigo, con quien habían planeado todo. Caminaron hasta la estación y abordaron el colectivo en hora. Por entonces, tenía 13 años, algo de dinero e intacta la ilusión de ser deseado.

Algunos chicos llegan incluso a perdonar la ausencia de sus padres. Pero pocos, la falta de deseo.

* Médico

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