La Voz del Interior @lavozcomar: Monster Inc. en Pajas Blancas

Monster Inc. en Pajas Blancas

Desde hace dos años, voy muy seguido al aeropuerto de la ciudad de Córdoba, pero en este tiempo casi no he viajado.

La historia, versión corta, es la siguiente: tengo una hija que es azafata, vive en otro país y, como beneficio de su trabajo, tiene pasajes a bajo costo. Eso le permite venir muchas veces por año. A mí me encanta ser quien la recibe; como contrapartida, asumo despedirla cada vez.

Eso me llevó con mucha frecuencia en estos años al Ambrosio Taravella, el aeropuerto Córdoba, en camino a Pajas Blancas. Unas veces, al sector de Arribos; otras, por la escalera mecánica que sube lento, como para mitigar la pena, al de Partidas.

Las primeras veces estaba tan tomado por mis propias emociones que apenas si registraba el entorno. Con la repetición, pude desdramatizar un poco y comencé a reconocer a mis compañeros de sala de espera, a los de las colas frente a las ventanillas de las empresas, a los empleados de las tiendas e incluso a quienes se quedaban hasta último momento en los bares, conversando con un café en la mesa.

Regresos con hinchada

Tal vez siempre fue así, pero resulta evidente que buena parte de quienes se van como de quienes vienen para volver a partir son nuestros chicos y nuestras chicas. Y quienes esperamos que lleguen o los acompañamos en su partida somos sus padres y madres.

Empecemos por las llegadas. Soy extremadamente puntual, pero en el caso de los vuelos eso significa para mí siempre estar bastante tiempo antes. Media hora, mínimo. Es por eso que ahí estoy, entre los primeros que se posicionan en algún lugar con vista preferencial a la puerta electrónica que se abre y cierra con la salida de los recién venidos.

En el Taravella hay un vidrio justo frente a esa puerta. Eso lleva a una decisión a quienes esperan: ocupar las primeras filas para verlos o correrse a los costados, para ser los primeros en abrazar y tocar a quienes llegan. Las dos cosas no se pueden.

Los retornos de los jóvenes siempre tienen mucha hinchada. Está toda la familia; incluso, a veces aparecen barras de amigos. Cuando la pantalla marca que el avión aterrizó, se vive una silenciosa histeria. Algunos se acomodan mejor, quienes están sentados se paran, quienes llevan carteles, globos o peluches ya los exhiben, en un gesto tan apresurado como incontrolable.

Por algún motivo, mi hija siempre sale al final. Eso me permite ver el show completo. En estos años, me emocionaron varias escenas: una anciana que llegó en silla de ruedas y fue recibida por un familión de más de 20 personas lloró desde que se abrió la puerta hasta que la vi partir; una chica que abrazó a su hermana como quien pide perdón por algo; un hombre joven y de apariencia muy cool que corrió los últimos metros del pasillo porque no podía esperar más para llegar hasta su mamá, también canchera, divina, que lo esperaba en la primera salida lateral.

Energía disponible

Hay llegadas anodinas, incluso tristes, de quienes no tienen quién los espere. Te da pena, incluso, cuando adivinás que vienen por trabajo, porque en la cara se les ve que en ese momento se sienten más solos. Se les hace irrefrenable, a poco de andar, sacar el celular.

Pero, en general, los arribos son felices. Hay llantos, sí, pero son de la emoción de reencontrarse, de saber que se unieron los puntos; que la distancia no está más; que no sos una cara y una voz en una pantalla; que sos vos, de nuevo, acá.

La felicidad de ese momento carga una potencia de energía que llenaría varias baterías de Monster Inc. La referencia sería muy clara para mis hijas mayores, pero la tengo que explicar acá.

En esa película de Pixar, la potencia de una planta energética se obtiene de los gritos de niños y niñas cuando se les aparecen en sus cuartos monstruos asustadores que buscan sacar alaridos para ser el empleado del día. No voy a contar la película, pero luego se descubre que se llenan más pilas incluso con risas y los monstruos se “reconvierten” para divertir, antes que para dar miedo.

Debe haber hoy mucha más energía en el Taravella que en la Central Nuclear de Embalse.

Al 100%

Pero hasta acá llega la analogía con la historia de Sully y Mike Wasavsky, los monstruos protagónicos de la película infantil, porque las emociones más fuertes están en el piso de arriba: las Partidas.

Un chico que tiene tatuado “Familia” en el cuello no se puede desprender del abrazo de otro que puede ser un primo o un hermano. Está saliendo por Air Europa, rumbo a Madrid. Se va con su novia o su pareja, y es enorme el círculo que se despide y llora y promete verse pronto. Nadie se va, incluso cuando cruzan la puerta rumbo al área de embarque, como cuidando la estela, el perfume, el aura de quienes ya están en viaje.

Llora la mamá que despide a su hija, que mezcla el entusiasmo de partir con la compasión por la tristeza de ella, que cuando se separa, de pronto se recompone, se aleja medio paso y la mira con amor; le hace sentir que estará bien.

Un papá se desarma, pero recién cuando su hija no lo ve. Antes, hace chistes y recuerda recomendaciones de cuidado.

¿Cuándo la volveremos a ver?, pregunta una mujer a su pareja. Ella, la que se va, no lo escucha, pero lo adivina, porque se da vuelta en el pasillo y mira y hace un corazón con las manos, como el festejo de Ángel Di María cuando hace un gol.

Las primeras veces yo me iba rápido, pero ahora espero que se asiente un poco la emoción. Veo. El camino al estacionamiento es lento, atento a la respiración. En los vidrios espejados del aeropuerto se reflejan los rayos solares. Dejamos la carga al 100%.

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