Miradas opuestas de Black Mirror, temporada seis: ¿un giro inesperado o la peor de su historia?
A favor: el retrato de una sociedad fragmentada
Brenda Petrone Veliz
El 15 de junio se estrenó la sexta temporada de Black Mirror en Netflix. Para muchos, esta nueva entrega se alejó de su eje y dejó atrás esos entornos distópicos que tanto fascinaron al público. Sin embargo, con el desarrollo de estas nuevas historias, la serie marca la distopía menos esperada de todas.
Hoy en día, los avances tecnológicos se acercan cada vez más a las locuras retratadas por Black Mirror (sin ir más lejos, hace poco se lanzaron los Apple Vision Pro). Si bien la producción televisiva los lleva al extremo, las ideas centrales salen de las cosas más comunes. El primer episodio de la nueva temporada (”Joan es horrible”) habla de los términos y condiciones que se firman sin leer y también aborda el multiverso.
Desde la sátira, Netflix se ríe de sí mismo y de sus usuarios, pero también advierte que el temor a ser escuchados a través de la inteligencia artificial es ¿real?
Caer en la cuenta de que en realidad estamos jodidos como sociedad, no por la tecnología sino por la forma en la que la usamos, deja al televidente estupefacto. El problema es que la premisa es tan popular que en un primer momento parece insípida.
Este tratamiento social que lleva a cabo Charlie Brooker se intensifica en el segundo relato: “Loch Henry”. El capítulo llega en medio del furor por el true crime y deja claro que una historia cotiza mientras más emociones rotas carga. Los directores que estaban preparando una película terminan siendo los protagonistas de un tanque lleno de drama, sangre y con una salud mental fragmentada (al igual que el cristal de la introducción).
En conclusión, la serie ficcional marca algunos de los graves problemas que tenemos a nivel socioemocional y que, curiosamente, venimos arrastrando desde antes de que se lanzó parte de la tecnología que le da sustento narrativo a Black Mirror.
La temporada seis pone en jaque al prosumidor con esas situaciones que normaliza o de las que no quiere hablar para así presentar una distopía cruda, pero transparente, la menos esperada, pero la más real de todas.
En contra: ¿Por qué no le pusieron otro nombre si es otra cosa?
Diego Tabachnik
“Blackmirroresco”. El impacto de las primeras temporadas de Black Mirror fue tal que hasta se creó, en el habla coloquial, ese adjetivo para definir situaciones extremas. El encierro por la pandemia, por ejemplo.
La potencia de la genial serie del británico Charlie Brooker estaba en muchos factores. Principalmente, en la falta de una referencia temporal clara, pero la sensación de que no estábamos tan lejos de padecer lo que veíamos (distopía).
El otro punto era lógicamente cómo la tecnología con su prepotencia avasalladora lo atravesaba todo.
Y también, cómo lo retorcido de sus argumentos generaba una incomodidad urticante. Una crítica aguda, asfixiante.
Básicamente, todo lo que desapareció en esta última, desabrida, vaga y desconcertante nueva temporada de cinco episodios. Le cambiaron el ADN a la serie, algo que vamos aceptando a medida que pasan los capítulos y aumenta la decepción. Rompieron el pacto de visionado con el espectador.
Ya ni siquiera se trata de decir sobre si están logradas o no estas cinco nuevas historias: esto es básicamente otra cosa. Algunas se parecen más a caprichos esnobs de sus realizadores, como la inexplicable “Mazey Day” y su sátira al gremio de los paparazzi y de las estrellas pop explotadas.
Incluso las ingeniosas, como “Joan es horrible”, que intenta mojarle la oreja al propio Netflix, no termina de lograr el impacto esperado.
Cuando apela al humor (algo que no es novedad en la serie), sube un poco el nivel, como la relación casi bajo el síndrome de Estocolmo de la protagonista del último capítulo, “Demonio 79″, ni más ni menos que con un diablo en onda disco.
Pero, para ser justos, sólo se salva “Beyond the sea”, el capítulo que lo tiene a Aaron Paul (te extrañamos, Jesse Pinkman) con un relato que sí es digno de la saga y su opresión incómoda.
Basta recordar capítulos como el magnífico “White Christmas”, el disruptivo (dentro de la propia lógica de la serie) y amoroso “San Junípero” o el visionario “Odio nacional” para aceptar que esta última temporada no sólo no está a la altura: hubiera sido mejor evitarla (o cambiarle el nombre).
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