La Voz del Interior @lavozcomar: Mi Weissmüller

Mi Weissmüller

En los veranos íbamos a la pileta del club y nuestros viejos nos regalaban el carné por temporada porque nos había ido bien en el colegio.

Más o menos nos anotábamos cerca de Reyes y había dos momentos escabrosos.

Uno era la revisación. Un médico con pocas ganas nos pedía que nos descalzáramos y le mostráramos los dedos de los pies. Con una mano grande, separaba uno a uno los dedos buscando hongos. Después nos revisaba la ingle y las axilas.

Si te “firmaba” el carné, faltaba pagar, y entonces quedábamos habilitados para pasar dos meses en el agua.

El otro momento tenía como protagonista al guardavidas. Es esa persona que cada día, a las 19 en punto, hacía sonar un silbato para que saliéramos de la pileta y terminará nuestra felicidad. Se paseaba como un Adonis para exhibir sus músculos y ponía cara de extrema felicidad cuando nos veía salir refunfuñando.

Yo siempre soñaba ser el hombre de la Atlántida y meterme bajo el agua para no salir. A las 19 en punto, me metía al fondo sin respirar para intentar quedarme todo lo posible, pero antes del minuto emergía, rojo, sin aire, y no lograba robarle un minuto al guardavidas. Cuando salía del fondo, él estaba parado al borde, lo más cercano posible, y con su dedo en lo alto decía “afuera”.

Con mi hermano íbamos a la pileta de lunes a viernes, justo después de la siesta. “A la siesta andan las lagartijas”, decía mamá, con un tono bien pedagógico, que los de más de 40 imaginarán. El viejo se levantaba de la siesta y partía en el auto para su trabajo y, de pasada, nos dejaba en el club Unión.

Llevábamos un bolso con ojotas, toalla –que rara vez usábamos– y un par de sándwiches que nos habían armado. Siempre de mortadela; a veces, de mortadela y queso. Cuando el bolso se abría, el olor a mortadela explotaba en el ambiente.

Pequeña venganza

Los sábados y domingos íbamos con los viejos, que en ese entonces eran más jóvenes que nosotros ahora.

Mi vieja se metía poco al agua, y mi viejo, sólo después de leer el diario.

Cuando lo veíamos al viejo sacarse la remera y encarar para la ducha, era una alegría, y con mi hermano íbamos a esperarlo a la escalera. Al viejo le gustaba correr carreras y organizarse. “Vamos, una carrerita hasta lo hondo”. Lo hondo era el límite que cumplíamos los sábados y domingos. Nuestros padres nos decían que teníamos que andar por “lo bajo” y nosotros les decíamos que sí. Pero de lunes a viernes –sin su mirada– incursionábamos en lo hondo.

Nadábamos los tres, y él cuando ganaba decía que era “Johnny Güesmuller”. Así decía siempre. Entonces, cuando empezamos a ganar nosotros, decíamos que éramos “Güesmuller”, pero no sabíamos de quién se trataba.

Al rato salíamos de la pileta, en búsqueda de los sándwiches para recomponer fuerzas, y mamá preguntaba: “¿Quién ganó?”

La escena se repetía siempre. Mi viejo levantaba los brazos agigantando sus músculos y repetía: “Ganó Johnny Güesmuller”.

La respuesta también se repetía. La vieja le decía: “¡Qué vas a ser Güesmuller vos! ¡Qué vas a ser Tarzán!”

Después nos volvíamos a meter a la pileta cerca de las 19.

Los sábados era la venganza, porque le exigíamos al viejo que se quedara pasada la hora límite, y cuando el aprendiz de nazi hacía sonar el silbato, nos íbamos al lado del viejo y escuchábamos la frase: “Se pueden quedar sólo los que están con un adulto”. Y sonreíamos con el dulce sabor de la venganza en la boca.

Mi viejo era el Tarzán que nos salvaba, sábado tras sábado.

Un día, a mi viejo le prestaron una casa en Carlos Paz. ¡Quince días!

Cuando nos contó que la casa tenía pileta, no pudimos dejar de pensar en 15 días con una pileta sólo para nosotros, sin guardavidas.

Mi vieja cuenta que la noche anterior al viaje no dormimos ninguno de los dos hermanos.

Teníamos 8 y 10 años, y Carlos Paz –para nosotros, que vivíamos en el pueblo– era como París, Nueva York o Disney.

El día en que llegamos a la casa, lo primero que hicimos fue tirarnos a la pileta. Nos pusieron rayito de sol, pero quedamos absolutamente rojos y demolidos. Los viejos querían ir a dar una vuelta al Centro y nosotros a dormir para reponer fuerzas para las carreras del día siguiente.

Las vacaciones eran lindas porque teníamos todo el día a los viejos para nosotros. Y de tantas carreras ganadas por Güesmuller, se dio el momento de preguntarle a mi papá quien era ese Johnny. No había Google y en los diccionarios no figuraba. Mi viejo me contó que era un campeón olímpico, que había ganado muchas medallas en natación y al que no le ganaba nadie. “Además, es actor”, agregó.

A los dos días, para conseguir más información, le pregunté a la vieja quien era ese Johnny, y se le llenaron los ojitos de estrellas. Me dijo que era un actor, que hacía de Tarzán, que tenía un jopo de color oro y era alto como mi nono, que media casi dos metros. Muy pintón, dijo; además, creo que nadaba, agregó.

Me quedé ahí, en medio de dos versiones. Lo primero que pensé es que alguien me mentía. Hablame de la grieta… ¿Quién era este famoso Johnny que dividía las pasiones en mi casa?

Cuando íbamos a Carlos Paz, Tarzán Güesmuller nos llevaba a comer a la pizzería Juancho, tomaba un café en Babieka y el postre era un helado en Bambino. La última cena para despedir las vacaciones era un almuerzo en El Galéon. Fuimos muchas veces a la Villa pero nunca nos sacamos fotos en el Cucú. Yo pensaba que era porque Tarzán no quería que lo reconocieran.

A cada una de las vacaciones la recuerdo con Tarzán a mi lado. A veces, cuando las carreras eran de trote, decía que era Emil Zatopek. Cuando peleábamos jugando, decía que era Nicolino “el Intocable” Locche. Me encantaba perder con mi viejo en natación, corriendo o en las peleas. Me encantaba que imaginara personajes que nosotros no conocíamos.

Si viviera Salzano

Güesmuller fue como un enigma para mí. Hasta que llegó internet y Google, y empecé a buscar información.

Un día de 2014, el gran Daniel Salzano escribía en estas páginas sobre el actor que hacía de Tarzán.

Güesmuller se transformó definitivamente en Weissmüller, que era como realmente se escribía.

Salzano lo recordaba porque se cumplían 30 años de su muerte. Ahí comprendí dos cosas: que Johnny existía no sólo para mí sino para el gran poeta Daniel, y que cuando ocurrían esas carreras de natación con mi padre, Tarzán ya estaba muerto.

Salzano escribió ese sábado: “Mucho lomo, mucha fama, muchos récords y, por fin, acabó recalando en Hollywood (la tierra prometida de la tierra prometida) probando fortuna, desnudo, en una película donde obviamente le asignaron el papel de Adán: Glorifying the american girl. Fue un buen Adán, el Adán de Weissmüller. Como que con el tiempo también llegaría a ser un buen Tarzán. El mejor de todos.”

Hace unas semanas, “mi” Johnny Weissmüller se fue nadando al cielo de los buenos. Siempre fue su deseo ganar esta última carrera y llegar antes que todos.

Si estuviera Salzano, me gustaría que escribiera sobre mi “Güesmuller”, que fue un buen padre y que con el tiempo también llegó a ser un buen abuelo. El mejor de todos.

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