La Voz del Interior @lavozcomar: Mi padre: in memoriam

Mi padre: in memoriam

Creo que la relación que he tenido toda mi vida con los varones está basada, como suele ser, en la que tuve con mi padre desde que era chica. Quise mucho a mis padres y siempre fuimos muy unidos, pero con papá nunca tuve disidencias; y si las hubo, las zanjamos conversando o intercambiando ideas, nunca confrontando.

El caso era distinto con mamá, con quien solía tener peleas homéricas aunque de corta duración: la frase clave con ella, para amigarnos, era que una de nosotras, como quien no quiere la cosa, y generalmente sin mirarnos a los ojos, le preguntara a la otra algo como: ¿Te parece que tomemos unos mates?”.

Generalmente, esta sugerencia era aceptada y en cuanto la más enojada tomara el primer sorbo, se abría la conversación, comenzando con temas intrascendentes: qué películas estaban anunciadas en el cine de Unquillo, cuál de los familiares de papá o de mamá vendría a visitarnos el fin de semana, las cartas recibidas. Las explicaciones sobre el entredicho vendrían después, cuando las dos pudiéramos hablar del tema “civilizadamente”.

Con mi padre era distinto, pues rara vez disentíamos. Siempre me trató como a una adulta, nunca me mintió.

Recuerdo a mi madre siendo yo muy chica, siempre pendiente de nosotros, sus hijos, pero a papá lo recuerdo, especialmente en la casa de barrio General Paz, ya de noche, recién llegado de su trabajo en el campo, todavía sin bañarse, pero dispuesto a leernos algún cuento.

Recuerdo, como si fuera hoy, la luz del cuarto apagada pero el velador encendido, Eduardo y yo obstinadamente despiertos, esperando que él nos leyera una página del libro de duendes y hadas, con las bellísimas ilustraciones de los que, luego supe, eran los prerrafaelistas.

Mamá, algo celosa, esperaba, de brazos cruzados y recostada sobre la puerta de la habitación. Sólo el velador estaba encendido.

Casi siempre que llegaba de trabajar traía algo a casa, muchas veces comestibles, pues al hacer las mensuras, los criollos del lugar, gracias a la sencillez y las buenas maneras de él, le regalaban pan casero, huevos, higos, manzanas, limones y cosas por el estilo. Pero otras veces llegaba con algo desconocido para nosotros, como el patay y el arrope, o las primeras guindas y frutillas que probamos, o un vino patero de Jesús María, o la caña con ruda que mamá tiraba.

Un día llegó con uno de los Barrera –eran peones de la zona–, que traía, a lazo, los primeros “petizos” que tuvimos: una potranca mañosa para mí, la Perla, y un caballito hermoso, más claro, para Eduardo –Carozo en el recuerdo–, cosa que nos dejó maravillados.

Mientras vivíamos en Córdoba, nos hartamos de rogar por un perro, y siempre nos decían que, cuando nos trasladáramos a las sierras, nos permitirían tener uno. Cumplió su promesa: en la primera semana de vivir en la casona de los Bernis-Sales, un amanecer que volvió de un trabajo de varios días en Carlos Paz, nos despertó un gran barullo: exclamaciones de mamá, ruido de pezuñas, ladridos y gruñidos y un gran cachorro –de los primeros perros policía belga que llegaron a Córdoba– se abalanzó sobre nosotros lamiéndonos la cara y las manos mientras los gatos que dormían en nuestras camas huían a toda velocidad.

Era común que, durante las comidas familiares, se hablara de lo que seríamos cuando fuéramos grandes: papá quería que yo fuera arquitecta, pero mamá, debido a mis buenas notas en redacción –ya me gustaba escribir–, aseguraba que ser escritora era mi destino.

Sin insistir, él solía pasarme las revistas de arquitectura que recibía todos los meses; no me presionaba, pero era como que no perdía del todo la esperanza. Cuando murió, quisieron tirar la colección de estas publicaciones que él acumuló desde sus años de estudiante, pero no pude permitirlo y me las traje a Alto Alberdi: las tengo en mi biblioteca y, de vez en cuando, saco unas cuantas, me las llevo a la mesa de la cocina y las ojeo recordando tantos años felices.

Ambos éramos geminianos –él cumplía a fines de mayo y yo a mediados de junio–. Se fue de mi vida dejándome buenos recuerdos, su apoyo aun cuando disentía de su “Angelita” –mi madre–, los primeros libros de cuentos, los primeros libros de arte y el consejo de que era mejor dialogar que pelear.

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