La Voz del Interior @lavozcomar: “¡Mataron al rey, asesinaron al Rey!”

“¡Mataron al rey, asesinaron al Rey!”

Tenía pinta de superhéroe. Era alto y robusto, con músculos de Súperman; vestía castaño oscuro, como fraile franciscano, y usaba un penacho de granadero a caballo que ostentaba con orgullo. Era un cacholote pardo. Arrogante y malevo, con un pico fuerte que usaba de sable y unos ojos contorneados de amarillo a los que nadie se atrevía a devolverles la mirada.

Mi hermano lo había entrampado en un paraje campestre entre Río Primero y Balnearia. Cuando lo soltó en la pajarera, se quiso imponer de prepo como líder, con un canto de tres golpes, dos chirridos y una aspiración en el medio que sonaba a “tengo-loque-quiero”.

Era soltero, el único de la pajarera, porque a todos los demás, mi hermano y mi papá los habían ingresado en pareja, como en el arca de Noé.

El rey del bosque fue el único en la pajarera que no se impresionó con la grandilocuencia del cacholote pardo. Hacía tiempo que era rey, y a su reino lo gobernaba con un canto cadencioso de compás de tango que mi papá trataba de imitar a golpecitos con su armónica. Desplegaba su trino a las 7 de cada mañana y lo repetía religiosamente en intervalos de dos horas en punto, como campanadas de iglesia. Vestía de pecho limón maduro y alas negras, los mismos colores que la camiseta del equipo de fútbol de mi papá, en Eustolia. Un pico cónico azabache realzaba su mirada negra hipnotizante.

La pasión de mi hermano y mi papá por las aves y los animales había convertido al patio en un alborotado jardín zoológico. A las aves de la pajarera, se les sumaban la mona Pancha, el Piojo –la mascota de mí mamá– y mi favorito, el Pinky, un perrito mezcla de chihuahua con algo más.

El Piojo se había aprendido todo el repertorio y se hacía el gracioso cantando e imitando trinos arriba del limonero, para hacernos creer que habíamos olvidado abierta la pajarera. El jolgorio era completado por una tortuga que hacía estragos en los canteros, conejitos de la India que se reproducían por docenas, palomas mensajeras que anidaban en el techo y 22 jaulitas con 44 canarios flauta, entre carmines y salmones, que empezaban su sinfonía apenas el rey del bosque marcaba el tempo con su batuta.

La pajarera fue construida gracias a la perseverancia de mi hermano. Por mucho tiempo le venía pidiendo a mi papá que le construyera una jaula. La promesa de mi papá se fue dilatando, y con la oferta incumplida fueron aumentando las dimensiones que pretendía mi hermano. Empezó pidiendo una jaula, pasó a desear una pajarera y acabó soñando con un aviario.

Terminó de convencer a mi papá con una fórmula creativa y matemática. Todo el tejido del perímetro que se necesitaría para armar una jaula cuadrada en el medio del patio se podría poner en forma lineal para construir una pajarera que llegaría hasta la Luna.

–Papi, en vez de hacerla cuadrada y chica, pongamos todo el tejido a lo largo, de un solo lado.

–¿Cómo de un solo lado? No me digas que querés techar el patio con tejido.

–No –se rio mi hermano, aunque no le disgustó la idea–, usemos la pared del vecino y le ponemos el tejido de este lado –se aventuró, mientras pegaba unos pasos de un metro para medir el espacio entre los límites del garaje y de la cocina.

–¡Estás loco, Gerardo! Ahí ya tenés más de seis metros de largo. ¡¿Hasta dónde querés llegar?!

–Dale, papi. Los pájaros volarán libres y contentos.

–Conformate con esto –le dijo mi papá, mostrándole el rincón–; la hacemos aquí, suficiente para los jilgueritos y brasitas que entrampaste en Eustolia.

Mi hermano aceptó la propuesta, por aquel dicho de “mejor pájaro en mano que cien volando”, pero quedó insatisfecho. Días después de construida en el rincón, volvió a la carga un domingo que River ganó 3 a 0 y a mi papá se le podía pedir cualquier cosa.

–Papi, comprame un rey del bosque y un par de reinamoras.

–Gerardo, ese tipo de pájaros se mueren en jaulas tan chiquitas, necesitan más espacio –y mientras lo decía, se dio cuenta de que se estaba metiendo en terreno fangoso y ya no podía retroceder. Se rio a carcajadas, sabiéndose perdedor por goleada.

Varias semanas y albañiles después, mi hermano pasó de una simple jaula en el rincón, a tener una pajarera en todo el lateral oeste del patio. Medía siete metros de largo por dos y medio de alto y más de uno de profundidad. Colocó dos arbolitos secos que había traído de Eustolia, unas cajas de madera sobre las paredes, para que los pajaritos tuvieran donde anidar, y dos bebederos sobre el piso, que los pájaros también usaban de bañera. La pajarera había quedado tan acogedora que hasta los gorriones bajaban de los cables de la luz pidiendo por favor que los dejaran entrar.

A las pocas semanas, y tras varios triunfos de River al hilo, mi hermano logró pasar de unos pajaritos de Eustolia a tener una parvada con pájaros de todos los colores, trinos y nacionalidades.

Los primeros fueron la pareja de rey del bosque, con el macho que enseguida se promulgó rey y dominó el territorio. Sus súbditos se contaban por decenas. Dos sietecolores de mayor intensidad que el arcoíris y que, para envidia de todos, bajaban al bebedero para mojar sus alas y encandilar con sus plumas tornasoladas. Dos mirlos, el macho más erguido y ella más coqueta, negros como cuervos, con pico de zanahoria afilado como florete, se colgaban estilo Batman del techo y se lanzaban en picada como cazas de combate contra los insectos del piso. La parejita de cardenales fanfarroneaba con su copete de un rojo sangre que les chorreaba el pecho. Eran dos sirupíticos que no se mezclaban con nadie.

Tres periquitos, dos celestes y una blanca con la garganta como el sol, revoloteaban en bandada flameando como bandera argentina. Chismoseaban sobre todos y contra todos. Dos benteveos que también tenían los colores de Eustolia y dos rayas blancas sobre la cabecita negra como cebra, le bajaban la autoestima a cualquiera con su canto de “bichofeo-bichofeo”. Unas tacuaritas curiosas y rápidas como Flash, de pico fino y largo, eran la pesadilla del cacholote y los mirlos, a los que les birlaban larvas y arañitas.

Luego de otro triunfo magistral de River, mi hermano logró encajar la frutilla sobre la torta. Mi papá le compró una pareja de reinamoras. Eran jóvenes y marrones. Mi hermano las seguía de cerca, a la espera de que el presunto macho se tornara entre azul cobalto y océano profundo. Desistió tiempo después. “Nos dieron gato por liebre”, le reclamó a mi papá. “Nos jodieron, te vendieron dos hembras”.

La pajarera quedó completa con una pareja de diamante mandarín de un gris que pedía permiso, salpicado con copitos de nieve y unos cachetes saltones anaranjados como geishas japonesas. Sobrevivieron menos de una semana. Mi papá había ensayado varias fórmulas para que no sufriéramos, desde que se habían cortado las venas al no soportar el cautiverio o se deprimieron porque eran los más gurruminos de la jaula. Mi hermano, sin embargo, tenía una corazonada. Sospechaba que alguien los habría asesinado al no soportar tanta belleza junta. Así que, por varios días, se pasó largas horas observando la pajarera para descubrir al presunto pajarricida.

Un día, mientras estaba pintando un retrato en el comedor, le sorprendió que el rey del bosque no tocara la diana de las 7 de la mañana.

Molesto por el silencio inusual y sepulcral que entraba desde el patio, fue hacia la pajarera y vio que los pájaros estaban apretujados y murmullando en un rincón, como en noche de velorio. Entró a la jaula a buscar una explicación. Y de inmediato, en una confusión de plumas y chirridos, los pájaros volaron en bandada hacia el rincón opuesto y lo miraron con ganas de que se diera cuenta por él solo. “¿Qué les pasa?”, los desafió mi hermano. Nadie le contestó.

Miró al piso adónde todos señalaban y vio tirado e inerte al rey del bosque sobre el filo del bebedero de cemento, con la cabeza sumergida. Las manos le comenzaron a temblar como hojas y no pudo alzarlo. Aspiró hondo, tomó coraje y cuando lo sostuvo en sus manos, se manchó de sangre. Le sopló las plumitas de la cabeza y vio una perforación detrás de la nuca, con salida en uno de los ojitos.

“Mataron al rey, asesinaron al rey”, gritó a todo pulmón. Y mi papá apareció al rescate.

–¿Qué te pasa, hijito de Dios? ¡¿Qué te pasa, por Dios?!

–Me mataron al rey.

–Por favor. ¿Quién te va a matar un pájaro?

–¡Mirá! –le dijo, mostrándole la perforación–, por aquí le metieron algo por la cabeza.

–Gerardo, ¿cómo vas a decir eso? Los pajaritos vuelan y se enganchó con una rama o se cayó y se golpeó con la cabecita –ensayó mi papá como consuelo.

–Te digo que no. Alguien lo mató. Lo mataron por la espalda, ni siquiera se pudo defender –esgrimió mi hermano, impotente y a punto de largarse a llorar.

–No llores. Mañana compro otro y listo el pollo.

–Pero también lo van a matar. Acordate lo que les pasó a los diamante mandarín.

Mi hermano se serenó horas después, pero estaba convencido de que alguien había asesinado al rey. Por cinco días seguidos se sentó como estatua frente a la pajarera, esperando cualquier acción extraña. Había medido el largo del orificio con un palito y pensó que para perforar toda la cabeza debían ser “los de pico largo”. Descartó a varios, entre ellos a los periquitos, reinamoras, sietecolores, benteveos y a la hembra rey del bosque, porque tenían pico corto y cónico con los que no podrían taladrar. A las tacuaritas de pico largo y fino, las descartó por su pequeña contextura, y se concentró en el mirlo macho y en el pedante cacholote.

A escondidas, concentró en ellos su mirada por varios días, pero sin suerte. Hasta que de la nada vio al cacholote acercársele a una reinamora como si el plumaje marrón que compartían le permitiera cortejarla. La reinamora se hizo la presumida y le mostró la cola: craso error. El cacholote le encajó dos picotazos tan rápido como aguja de máquina de coser. Los sablazos le entraron por la parte superior de la nuca y le salieron por el cachete derecho. La pobre reinamora se desplomó fulminada en el acto.

Mi hermano fue el único en la escena del crimen. Entró furioso a la pajarera, palo de escoba en mano, y se armó un quilombo ensordecedor. Cuando logró arrinconar al cacholote y este lo enfrentó a sablazos limpios, le asestó un palazo en la cresta que lo desparramó casi noqueado por el piso. “Sabía que eras vos, hijo de puta; ahora vas a ver lo que te espera”. Los demás pájaros explotaron en un jolgorio de trinos, para pedir justicia. Estaban cansados de la arrogancia del cacholote, y extasiados de que ningún arbitrario ocuparía el trono de su rey asesinado.

Mi hermano puso al cacholote patas arriba debajo del chorro de agua helada. Lo despabiló y, cuando se despertó con los ojos grandes como pescado sorprendido, le pegó un patadón olímpico tal, que al cacholote no le hizo falta mover las alas para llegar a los 100 metros planos. “Me mató al rey y a la reina, ¡nunca más un cacholote, carajo!”, sentenció mi hermano.

Desde entonces, con justicia administrada contra el pajarricida, y con un nuevo macho rey del bosque que compró mi papá de consuelo, la pajarera y el patio recobraron la vida alegre y bullanguera. La tranquilidad permitió que mi papá volviera a concentrarse en sus canarios, otro de sus emprendimientos, como la polla y la fábrica de soda, con el que también creía que podría hacer una diferencia.

El cacholote no se fue del todo de la historia familiar. Quedaron un par de recuerdos imborrables. El patadón justiciero de mi hermano y un trabalenguas que había creado mi mamá para no repetir el de los tigres tristes comiendo en platos de trigo y del Pablito que clavó un clavito. Cada vez que nos ofrecía una taza de chocolate Águila Saint, debíamos ganarla a fuerza de que coreáramos el nuevo trabalenguas: “Cacholote achocolatado, ¿qué chocolate achocolatado toma el cacholote?”

Leer más anécdotas de la Pampa Gringa. Próxima entrega, el sábado: “El coctel Superman y la fórmula mágica”.

https://www.lavoz.com.ar/opinion/mataron-al-rey-asesinaron-al-rey/


Compartilo en Twitter

Compartilo en WhatsApp

Leer en https://www.lavoz.com.ar/opinion/mataron-al-rey-asesinaron-al-rey/

Deja una respuesta