La Voz del Interior @lavozcomar: Los secretos de mi limoncello casero

Los secretos de mi limoncello casero

Cada familia italiana tiene su propia receta de limoncello. Tal vez sea la fórmula menos misteriosa del mundo: limones, agua, azúcar, alcohol. Nada más, pero aun así la gramática de su elaboración es infinita.

Semántica pura: la secuencia de los productos altera el sentido, el orden de los factores, el encadenamiento de su confección, el rigor del proceso, la firmeza de los limones, la graduación del alcohol, la consistencia del almíbar; cualquier pequeña variación modifica el producto.

Cada ínfimo detalle resulta en una distinción del limoncello, sustancia que amorosamente ha sido retenida en los paladares por un halo hereditario de sabor y textura que remite a generaciones participando de su confección.

Los limones en plenitud

En esta época en que los limones están en su plenitud, hago limoncello. Este es mi preferido, no porque sea el mejor sino porque la receta me la dio uno de los hermanos Fazzio. Y aunque cualquier receta de limoncello es buena, lo que importa en ciertas recetas es que tengan una buena historia detrás. Y esta receta la tiene.

Cualquiera que haya comido en Fazzio sabe que se termina la comida con un limoncello helado y que hay que tocar la campana a la hora de dejar la propina. El limoncello de ellos es tan mítico como el propio restarurante en el Mercado Norte de la ciudad de Córdoba. Creo que jamás darían su receta, porque es ley que cada familia mantenga el secreto. Bueno, a mí me la dio hace muchos años.

No sé si rompió una ley familiar, si le llegará una maldición eterna, si los dioses romanos perdonarán el desliz o la cólera caerá sobre el traidor, pero poseo el registro innegable del culpable y el castigo prometeico será, en todo caso, para él (por las dudas, me reservo el nombre de cuál de los hermanos fue, de manera que los dioses tengan que averiguar por su propia cuenta quién de los dos fue).

La historia comienza con un mediodía junto a mi tío Juan Zimmermann comiendo en la barra de Fazzio. Comer allí tiene un doble sentido: un instinto de vulgaridad refinada y una anuencia de cliente habitual. Comer en la barra tiene ese rústico aroma a western y la conjugada asociación pasajera con los otros comensales de la barra, algo que no se logra sentado en las mesas.

Para mi tío, era también la posibilidad de fastidiar a los hermanos, que en ese tiempo aún estaban ellos mismos al servicio y hacían de cocineros, mozos, cajeros y confidentes de los habitués. Mi tío era uno de los que iba seguido y se había ganado la confianza de los hermanos a fuerza de molestarlos, cargarlos e incomodarlos. Y siempre les pedía recetas y secretos de la cocina, señalaba errores en los platos y enrostraba que él cocinaba mejor.

Además, glorificaba su origen suizo en detrimento de los ancestros italianos de los propietarios, que lo miraban de reojo, le gesticulaban con ironía y le pasaban algunas recetas como para que no molestara más.

Yo estaba sentado en la barra al lado de mi tío comiendo una brótola al limón, y mirábamos de soslayo los platos de los vecinos para apuntar algún menú nuevo. Después del postre, llegó el infaltable limoncello.

Mi tío lo tomó de un trago, lo paladeó y le empezó a pedir la receta al que nos estaba atendiendo.

¿Recuerdan esa escena de El Padrino cuando el senador Pat Geary le pide coima a Michel Corleone? Y todo bien con el tema de la coima, la protección, la política sucia, los casinos, la hipocresía; incluso cuando el senador lo empieza a rebajar depreciándolo por el pelo engominado y los trajes de seda, todo queda en una negociación noblemente deshonesta, hasta que le toca el tema de “your fucking family”.

Bueno, ahí a Pacino se le desdibuja la cara y sale la famosa frase “Senador, ya tengo la oferta para usted: nada”. O sea, decime a mí lo que quieras, pero no te metas con mi familia italiana.

A quien se la merece

Bueno, todo bien con las ironías hirientes de mi tío, hasta que se metió con la familia italiana. Ahí uno de los hermanos dejó lo que estaba haciendo, lo miró a los ojos, golpeó la barra de madera, le apuntó con índice en alto y le dijo: “Nosotros no somos tacaños ni mezquinos; le damos la receta a quien se la merece. Y para que veas que es así, le voy a dar la receta del limoncello a tu sobrino, si me jura que nunca te la va a decir”.

Y ahí nomás agarró un papel rosa, de esos en los que antes tomaban los pedidos, me hizo jurar que nunca le daría la receta a mi tío, y me anotó de puño y letra la secreta receta del limoncello, con varias explicaciones de los pasos a seguir, que incluían el filtrado final con cancanes de mujer usados. En serio. Y acá está, como todos los años que consigo limones caseros, sin fumigar, de cáscara gruesa y bien grandes, la secreta receta tiene su copia anual en mi casa.

Las grandes recetas son muy simples y suelen guardar una maldición cuando se las roba. A mí me la dieron y después de más de 20 años mi tío sigue sin conseguir esa receta. Si alguien la copia sin permiso personal de los hermanos, no me hago responsable.

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