Los salarios, frente a la inflación
Durante 2020, los salarios perdieron contra la inflación. La situación no es nueva; se ha repetido en los últimos años. El dato es preocupante por todo lo que implica.
En primer lugar, por su impacto social: cada año que pasa, los argentinos somos un poco más pobres. No sólo porque aumenta la pobreza. La angustiante experiencia de que los ingresos no alcancen para enfrentar los gastos de todo el mes es compartida por más personas. Entonces, crecen las deudas; a veces, por encima de lo razonable. Se postergan o se cancelan muchos proyectos personales. Hay quienes pierden su independencia porque no se pueden autosustentar.
En segundo lugar, por su impacto económico: en ese contexto, cae el consumo. Si cada mes, por el aumento del costo de vida, hace falta más dinero para pagar los mismos elementos que el mes anterior, pero comparativamente se dispone de menos pesos, algo se deja de consumir o algo se deja de pagar.
Cuando la plata no fluye como antes en una cadena de pagos, todos sus actores sienten el cimbronazo y tienen que revisar su funcionamiento económico. Cuando caen las ventas, peligran puestos de trabajo.
En tercer lugar, por su impacto fiscal: cuando los argentinos dudamos si nos alcanzarán nuestros ingresos para llegar a fin de mes, lo primero que dejamos de pagar son los impuestos directos; y a los indirectos tratamos de evadirlos comprando bienes o servicios sin facturas. Como el Estado recauda menos pero no ajusta sus gastos, para financiar el déficit contrae deuda, emite dinero o aumenta impuestos. Tres nefastas alternativas que, en realidad, agravan el problema.
Ese escenario describe una economía que no crece sino que se achica de modo constante, lo que desata pujas distributivas.
El Gobierno amenaza con sacarle más plata al sector privado, y los sindicatos doblan la apuesta. Los funcionarios declaran que ahora el salario tiene que ganarle a la inflación por varios puntos, lo que da pie para que los sindicalistas exijan paritarias sin techo.
Mientras, los analistas, que no son escuchados por nadie, tratan de advertir que si se cumplieran esos deseos, en poco tiempo se aceleraría la inflación y los salarios volverían a perder y la población sería aún más pobre.
Si observaran con detalle los números que dejó el año de la cuarentena, tanto las autoridades como los gremialistas debieran cambiar por completo su discurso: no sólo lo que dicen y cómo lo dicen, sino también sus demandas.
El año pasado, frente a una inflación del 36 por ciento y en medio del parate económico, el sector privado otorgó en promedio un aumento del 34,4 por ciento, mientras que el Estado sólo aumentó los salarios un 26,8 por ciento promedio. Si unos perdieron menos de dos puntos frente a la inflación, los otros perdieron casi 10.
En consecuencia, el aumento más rentable que pueden recibir los trabajadores es una fuerte y sostenible reducción de la inflación. Y eso depende de las autoridades, no de sus empleadores.
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