La Voz del Interior @lavozcomar: Los dioses del Olimpo se pusieron la celeste y blanca

Los dioses del Olimpo se pusieron la celeste y blanca

Todos los dioses olímpicos, los 12 encabezados por Zeus, jugaron para Argentina aquel sábado 28 de agosto de 2004. Fue en Atenas, Grecia, un día que quedó grabado a fuego en el deporte argentino, que volvió a obtener oros olímpicos después de 52 años, por obra y gracia de sus selecciones de fútbol, por la mañana, y de básquetbol, por la noche.

Si de podios hablamos, esa experiencia profesional se ganó un lugar entre las más movilizadoras y cautivantes.

A las 7 ya estaba arriba, preparado para lo que sería un día glorioso, inolvidable, irrepetible. Se venía una jornada de trabajo extensa, que seguro terminaría en las primeras horas del domingo. Despertarse en el milenario barrio de Plaka, al pie de la Acrópolis, en la emocionante Atenas, era un privilegio que como enviado de La Voz gozaba desde hacía tres semanas.

Todo era historia pura. Levantar la vista implicaba toparse con marcas eternas de la civilización occidental. Si a eso le agregamos un amanecer rumbo al olimpo, la sensación era insuperable.

En tren a la gloria

El tren se asemejaba más a uno que lleva hinchas al Monumental de Núñez (o al Kempes, si en nuestra Córdoba hubiera trenes) que al Estadio Olímpico de Atenas. En la estación de Monastiraki, en la parte más antigua del centro, los vagones ya viajaban abarrotados de ilusiones vestidas de celeste y blanco. El reloj marcaba poco más de las 8 de la mañana y esos 120 minutos hasta las 10 (4 de Argentina) asomaban como eternos.

A esa hora, los muchachos futbolistas dirigidos por Marcelo Bielsa buscarían lo que ninguna selección argentina de fútbol había podido lograr: ganar el oro olímpico. Y con un valor agregado: sería la primera dorada en más de cinco décadas.

Conducida con obsesión por el entrenador rosarino, quien dos años antes había sufrido su fracaso más grande, cuando el seleccionado mayor fue eliminado en primera ronda del Mundial de Corea-Japón, ese plantel compuesto por futbolistas de la jerarquía de Roberto Ayala, Gabriel Heinze, Cristian González, Javier Mascherano, Carlos Tevez, Andrés D’Alessandro, Javier Saviola, Nicolás Burdisso y Fabricio Coloccini, entre otros, había alcanzado la final con una campaña brillante, sin goles en contra y con un andar que lo hacía candidato excluyente. “El” candidato.

Hacía un calor infernal en Atenas, y cuando cerca de las 9 me ubiqué en mi posición, estaba seguro de que sería testigo privilegiado de un momento histórico. Enfrente estaba Paraguay, aguerrida como toda selección guaraní, pero insuficiente para aguar ambiciones.

Una foto con Bielsa

Algo más de 40 mil personas, que parecían poquitos en esa mole perfecta –con capacidad para 72 mil hinchas– remodelada por el español Santiago Calatrava (que los griegos todavía deben estar pagando y que en la actualidad muestra un estado deplorable), pueden dar fe de la hazaña.

Los argentinos vibramos cuando la albiceleste salió a la cancha decidida a todo por la dorada, explotaron cuando Tevez (figura y goleador del torneo) puso el 1-0 tras una jugada que nació en Coloccini y continuó Rosales (ambos cordobeses), sufrimos ante el ataque guaraní y deliramos cuando el oro ya era realidad.

Jamás olvidaré esa ronda de felicidad de la cual los muchachos hicieron participar al parco Bielsa. Apenas unos metros, los que hay de la línea del lateral al círculo central, me separaban del festejo de esa coronación con la sonrisa dibujada en jugadores, cuerpo técnico, dirigentes, periodistas…

Si hasta me atreví, avergonzado y respetuoso, a pedirle una foto al DT argentino, “premio” que guardo como uno de los más preciados de mi carrera.

La alegría era de todos quienes disfrutábamos esa realidad de que el país volviera a subirse a lo más alto de un podio olímpico después de 52 años de espera, tras aquella epopeya de los remeros Tranquilo Capozzo y Eduardo Guerrero en el doble sin timonel de Helsinki 1952, en la inhóspita Finlandia.

Había ingresado al campo de juego como si fuera la peatonal de Córdoba, ante la mirada atónita de los controles que nunca controlaron, y pude comprobar a centímetros la emoción de los héroes, con un Bielsa humano que se prestó amable a todo, aunque ya tenía la idea de renunciar a su cargo en la selección mayor, lo que concretó el 14 de septiembre argumentando falta de energías.

En mi caso, algo intuía, pero hasta el día de hoy me reprocho haber perdido la chance de preguntárselo en la conferencia de prensa posterior a los festejos y a la coronación.

Luego había que esperar el paso de los campeones por la zona mixta. Eran la felicidad personificada; ni hacía falta que hablaran mucho: acababan de darle al fútbol argentino el título que le faltaba. Y al deporte nacional, su primer oro tras cinco décadas de sequía. Estábamos todos felices, muy felices. Y orgullosos, muy orgullosos.

Una historia redonda

Descargada sin pausa en la computadora portátil toda la alegría futbolera, era la hora de poner proa hacia otra aventura. Sólo la tremenda adrenalina de quien sabe que asistirá a un hecho histórico me permitía combatir un cansancio acumulado de más de tres semanas, en esa coctelera que propone una cobertura olímpica. Pero quedaba poco, el esfuerzo final en el penúltimo día de unos Juegos inolvidables.

A las 16.30 de Argentina (22.30 de Grecia), los lungos del básquet dirigidos por el entrenador cordobés Rubén Magnano buscarían redondear la gloria completa. La ansiedad renovada y la certeza de que Argentina también sería campeona olímpica en básquet eran un motor inigualable.

Convicción que ya rondaba mi cabeza después de que Emanuel Ginóbili, Fabricio Oberto, “Leo” Gutiérrez, Rubén Wolkowyski, “Chapu” Nocioni, Luis Scola y compañía les habían ganado una batalla inolvidable a los griegos en cuartos por un dramático 69-64, en un último cuarto de altísimo voltaje y en un estadio que hervía, bramaba, crujía.

La convicción se acrecentó cuando los muchachos concretaron quizá la gesta más grande de la historia del básquet nacional: vencer al Dream Team estadounidense con una actuación tremenda de “Manu”, quien ya había hecho magia en el partido ante Serbia y Montenegro al poner el 83-82, con un doble que embocó cayéndose en el segundo final, en esa acción que generó, entre otras reacciones, la célebre vuelta olímpica de Magnano.

La victoria sobre el poderoso representativo de la NBA mereció el reconocimiento mundial y en ese escenario la final con Italia parecía un trámite. En serio. Eso pensaba mientras armaba la mochila con mucho cuidado, como si el que iba a jugar hubiera sido yo, para cubrir los pocos metros que separaban el centro de prensa del estadio sede del partido decisivo. El 84-69 a los italianos confirmó la presunción y desató nuevos capítulos de delirio celeste y blanco.

Dioses olímpicos del básquet en un certamen donde había estado la crema de la crema internacional de ese atrapante deporte. ¡Cuánta emoción contenían tantos metros de altura! Los que estábamos ahí disfrutamos como nunca a centímetros de semejantes gladiadores.

Fotos por acá, fotos por allá, abrazos, saltos, gritos… desenfreno. Todavía había que ir a escribir y mandar ese material, pero las palabras brotaban a raudales entre tanto cosquilleo.

El sábado 28 de agosto de 2004 ya era historia. Una historia redonda. Éramos campeones, porque también nosotros nos sentíamos campeones. No había lugar para la fatiga en las primeras horas del domingo. Sólo satisfacción. Se había cerrado una jornada dorada perfecta. Nada mejor y más estimulante que cronicar alegrías.

Cuando entrada la madrugada volví a Plaka caminando por esas callecitas repletas de historias, miré hacia la Acrópolis y más que nunca me convencí de que ese día los dioses se habían puesto la celeste y blanca. Y agradecí como nunca semejante privilegio.

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