Lo que mi hermana no sabe
En todas las familias, los hermanos mayores vuelven a sus hermanos menores herederos de una cultura. Hay una transmisión de gustos musicales, de prejuicios, de fanatismos y hasta de códigos.
En mi caso, soy la hija menor que recibió de una hermana 11 años mayor el primer acceso al mundo. Creo que esta es la razón que sostiene algunos de mis enojos ridículos con ella.
Constelaciones familiares
Como hermana menor, mi deber siempre fue revisar y usar todo lo que fuera de mi hermana. Las cartas de su novio almibaradas y rezumantes de “te amo”, promesas y canciones del momento me enseñaban cómo se expresaba el amor. Los collares, las pulseras y los aros que inventariaba regularmente me servían para entender cómo tener onda.
Entre un souvenir y otro, escuchaba sus casetes, grabados desde la radio o por un amigo, y me acercaba a la cultura juvenil del momento. Cuando un casete o CD llegaban a casa, yo tenía un mundo nuevo por conocer, que nada tenía que ver con los gustos de mis padres. Ella traía la novedad.
Con una didáctica más burlesca que académica, me marcaba cuando conjugaba mal los verbos o confundía el nombre de los actores. También me enseñó algunos trucos de supervivencia familiar que también eran de su conveniencia, como hacernos las dormidas para que no nos dieran tareas domésticas y organizar el tiempo de ocio para tener la lista de quehaceres hecha antes de que nuestros padres llegaran del trabajo.
Otras enseñanzas demandaron más tiempo y constancia, como hacer globos con chicle y llamar a la radio local para participar del sorteo por una docena de sándwiches de miga.
En nuestros años de jóvenes adultas, me enseñó otras cosas menos importantes, que forjaron una sociedad intransferible. No sé bien cómo se ve desde afuera esta alianza. Sé que a algunos les cae mal. Una de sus parejas, por ejemplo, se incomodaba cuando nos empezábamos a reír escupiendo la carcajada, por temor a que nuestra sorna deviniera en humillación hacia él (no niego que haya estado en lo cierto).
Nuestros padres, hasta el día de hoy, prefieren irse o tratan de cortar en seco esa corriente de la que ellos no participan.
Deslices
Mi hermana hace seis años que vive en Nueva York. A pocos días de su partida, las personas de nuestro entorno me trataban como una viuda; cuando me veían, me acariciaban el brazo e inclinaban la cabeza para preguntarme cómo estaba, cómo sobrellevaba los primeros momentos de su ausencia.
Su mudanza exacerbó algo que ya venía sucediendo con moderación: la irritación incompresible que me invade cuando detecto su desconocimiento sobre temas puntuales.
Uno de mis mayores enojos sucedió cuando la visité y fuimos a hacer varias compras. Ella tenía que hacer un regalo empresarial y nos metimos en una chocolatería a averiguar opciones. El empleado nos mostró miles de cajitas con distintas clases de chocolate; algunas incluían otros dulces, como turrones y trufas.
Perdida en su indecisión, mi hermana le preguntó si no tenían “something salad” (“algo ensalada”), en lugar de decir “something savory” (“algo salado”). Ella salió del negocio a las carcajadas; yo, muda por la irritación.
Actualmente se desempeña como fotógrafa de bienes raíces y es bastante habitual que ingrese a la residencia de celebridades. Ha visto estanterías con premios Grammys, y las camas de actores y actrices tan exclusivos que tiene prohibido revelar sus nombres.
Una vez me contó que estuvo en un departamento de un productor musical, y después de hacer mucha memoria balbuceó su nombre como si se tratara de una figura sumamente ignota y olvidable. Me enojé al escuchar quién era y, sobre todo, al ver que ella no lo conocía. ¿Cómo me hacía algo semejante?
El punto culminante fue hace unos meses, cuando me mandó un extenso audio con la advertencia “te vas a enojar”. Me contó que mientras esperaba en el lobby de una torre lujosísima de departamentos, se quedó mirando a una rubia que hablaba con el encargado con cierta altanería, pero también cordialidad.
Le sorprendió su andar estudiado y elegante, su aspecto chic a pesar del look casual. Cuando se fue la rubia, llegó el colega de mi hermana y le preguntó si no había reconocido a la mujer. La revelación del nombre casi me hace arrojar el teléfono por el balcón: la mismísima Claudia Schiffer.
Me enojé, claro. ¿Cómo no se va a dar cuenta de que delante de ella caminó el paradigma del modelaje con el que en broma siempre nos comparamos? La reté y hasta conjuré la peor amenaza que podemos decirnos entre nosotras: “Un día vas a estar al lado de Luis Miguel y no te vas a dar cuenta”.
Desde entonces, estuvo más atenta. Me reportó cuando se cruzó a Julianne Moore, a “Martillo Hammer” y a Fran Lebowitz.
Vanguardia y retaguardia
En nuestras conversaciones, nos reímos con sorna, pero también nos recomendamos series, películas y libros. Ella me pide recomendaciones y yo me fastidio porque a veces no sabe lo que debería saber. ¿Qué debería saber? Bueno, todo. Se supone que ella debe decirme a mí qué películas ver, qué series dejar de lado y en qué libros invertir tiempo. Ese es el orden natural de las cosas, ¿no?
Dado que vive en Nueva York, asumo que ella está al tanto de todas las cosas que nos interesan; ella habita ese afuera y tiene el deber de traer la novedad, lo que yo no conozco. Entiendo que es un prejuicio hacia ella y hacia todos los que viven allá. Es como creer que yo, por vivir en Córdoba, me cruzo todos los días a La Mona y me hidrato con el fernet que circula por La Cañada y por las fuentes de las plazas.
Con la adultez, los roles que los hermanos cumplen en la familia pierden un poco de definición. Hay mayor reciprocidad y, en ocasiones, inversiones totales. En algún momento, los hermanos menores saben más que los mayores; los más grandes logran desmarcarse de la ejemplaridad moral que sus padres esperan para los menores.
Mi enojo es una reacción a ese efecto del tiempo. Sea porque supo andar en bicicleta antes que yo, porque iba a la secundaria mientras yo iba al jardín de infantes o porque vive en la cuna del imperio cultural contemporáneo, su deber para conmigo permanece intacto.
Excepto las pocas ocasiones en las que ella amenaza el orden natural, somos constantes en la oposición de nuestros roles y edades. Ella se anima y prueba cosas, se equivoca y acierta, se anima a lo nuevo y se aburre. Mi lugar es el análisis y la crítica, la rutina y la estructura, el “yo sabía” y el “era obvio, ¿cómo que no sabías?”.
Por eso soy yo la que explica esto y no ella. Advierto, con algo de sorpresa, que este intento de volver razonable mi berrinche no alcanza para atemperar mi propensión hacia el enojo. Todo lo contrario: ahora descubro algo más que mi hermana desconoce.
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