La Voz del Interior @lavozcomar: Lo más importante

Lo más importante

Transcurría el invierno de 1988 en la localidad de Freyre. A la intemperie, el viento rápidamente despojaba el calorcito que tienen los rostros cuando provienen de un ambiente calefaccionado. Por entonces, yo tenía 7 años. A la siesta, como una rutina a la cual uno jamás renunciaría, después de almorzar, salíamos a la calle con mi hermano y mi viejo a patear una pelota de fútbol durante un cuarto de hora, para no molestar a los vecinos que optaban por descansar y dormir la siesta. Jugábamos a los penales.

Las dos plantas de un vecino, César Favaro, eran los palos del arco. La regla era patear “a colocar”. Y lo decíamos serios, como si supiéramos. Los puntinazos de mi viejo no respetaban la velocidad permitida, y si la pelota golpeaba en las plantas, estas se inclinaban como la reverencia de los japoneses. Y si te daba en el lomo, te hacía entrar en calor, en un abrir y cerrar de ojos.

Algunas veces se sumaban amigos del barrio: “el Flaco” Bessone, que, en los picaditos de la tarde, cada vez que le erraba a la pelota producía riesgo de fractura de tibia y peroné de los demás; “el Ale Roggero” (era el que mejor jugaba, era rápido, habilidoso, se escabullía entre todos y pateaba con las dos gambas); Gastón Fraire, que abandonaba la casa de su abuela Edith por el fútbol con los pibes, y además era el único zurdo del grupo, cuando esto cotizaba en bolsa, en pleno auge de Diego Maradona.

También solía acercarse “Lechuga” Santena, el líder carismático del barrio, que vivía en cámara lenta, pero tenía el récord de hacer más jueguitos con la pelota. Siempre llegaba riendo, con las manos en los bolsillos, y con un chiste nuevo listo para ejecutar.

Generalmente, todo era supervisado seriamente por “el Nono” Predro Brezzo, que, desde la vereda, daba indicaciones, celebraba jugadas y nos alentaba afirmando –con vehemencia– que todos los días todos mejorábamos un poco, y que, si seguíamos así, llegaríamos a jugar en River o en Boca. Y nos prometía que él iba a escuchar los partidos por la radio.

Con el paso del tiempo advertí que sus palabras eran regalos inmerecidos de kilos de felicidad. La otra opción es reconocer que todos lo defraudamos, porque ninguno llegó a los estadios que él pronosticaba, y vale decir, que hoy aquellas promesas deportivas en las que él confiaba no pueden correr ni la cortina.

El objetivo imposible

Pero concentrémonos ahora en el episodio que desafía a la bibliografía existente sobre historia universal. Porque el verdadero crack no se produjo en Wall Street en 1929, como aseveran muchos libros, sino que aconteció en la calle San Martín 367, en la localidad de Freyre, precisamente el 23 de julio de 1988, a las 13.30.

Esa tarde, mi hermano no estaba, mi viejo se había ido a dormir porque había salido de varias cirugías, y el frío hizo que los pibes del barrio prefirieran permanecer en el interior de sus respectivos hogares.

Ante tanta ausencia de jugadores, me dispuse a ensayar solo, tiros libres. El dato relevante es que minutos antes de mi entrenamiento unipersonal y callejero, habían terminado de colocar unos vidrios nuevos en el consultorio médico de mi viejo.

Delante de los vidrios, a dos escasos metros de distancia, había una especie de tapial bajito, un adorno edilicio bastante raro (que ya no existe), que decidí usar como barrera para probar mis remates. Acomodé la pelota con ambas manos en la mitad de la calle, sobre la brea. Tomé carrera, de espalda a la pelota, posando la vista sobre la casa de Héctor Roggero, como si fuera la popular del estadio Monumental, giré y corrí hasta la pelota y le pegué un derechazo fuerte, abajo, de esos que dicen que son difíciles para todos los arqueros.

La pelota rebotó contra la pared y volvió a mi encuentro, aburrida y decepcionada. A mí tampoco me había convencido mi pegada. Entonces decidí anexar algunos obstáculos en el trayecto que debía transitar la pelota. El desafío nuevo, implicaba que el esférico pasara por arriba del pequeño tapial y bajara antes de estrellarse contra los vidrios.

Visto con la perspectiva que otorgan los años, no hay dudas de que era un objetivo imposible para un pie carente de todo tipo de talento. Pero yo no lo sabía, ni lo quería saber.

Acomodé el balón nuevamente en la brea que parecía una frontera que dividía, sin éxito, a los vecinos del este y el oeste de la San Martín. Retrocedí –esta vez mirando la supuesta barrera y el arco imaginario, sin parpadear– me agaché, me ajusté los cordones con un moño doble, me persigné, y totalmente convencido, corrí ocho cortos pasos y pateé con la cara interna del pie derecho, para darle unos gramos de efecto.

Contemplar como la pelota emprendía el vuelo fue un instante mágico; fue disfrutar de una realidad alternativa, tan linda como falsa, que pronto acabaría. Porque había cometido un error técnico, crucial: ejecuté el disparo con el cuerpo inclinado hacia atrás, por lo que la redonda se elevó como un avión cuando abandona el carreteo para ingresar al cielo, pasó por encima de la barrera, nunca incorporó ni una pizca de efecto, tampoco detuvo su abrupto ascenso y ningún milagro evitó que culminara su vuelo dinamitando los vidrios nuevos recién colocados, en el consultorio.

Una pelota en la camilla

El ruido del estampido fue similar al barullo que producían los goles de Diego Maradona en el estadio del Napoli, con una sutil diferencia: aquí faltaba ovación y sobraba explosión.

Ante lo sucedido, mis primeras reflexiones en voz baja fueron memorables: a) tan mal no le había pegado; b) el viento cambió de golpe y fue lo que arruinó el plan c) los vidrios no eran buenos, porque no se bancaron ni un pelotazo.

Lo cierto es que en fracciones de segundo todo había cambiado o, mejor dicho, desaparecido. Los vidrios ya no estaban y la pelota menos –se había perdido en el corazón del consultorio. Tampoco había nadie para echarle la culpa. Ni Bronco estaba, el simpático pastor alemán, que algunas veces lo responsabilizamos de travesuras en las que ni había estado presente.

Contemplé boquiabierto y con las dos manos sobre la cabeza, cómo la jugada pensada se hacía literalmente añicos. Miré el piso y luego el cielo, como quien busca alguna explicación. No la hallé ni en el cemento ni en las nubes. Entonces emprendí el camino hacia mi casa. Abrí la puerta despacio, caminaba derrotado, arrastrando los pies. Subí las escaleras lentamente, deseando que el último escalón estuviera cada vez más lejos. Pisé el número 24, el último, y tomé aire. Aceleré el paso, llegué al dormitorio de mis viejos, sacudiendo las dos manos a ambos lados de la cintura, y sin pensarlo demasiado, lancé: “¡Pa, te hice mierda los vidrios!”.

Mi viejo, que dormía profundamente y estaba con suerte en el primer sueño, se despertó alarmado como un vietnamita, no entendía de qué le hablaban ni quién le hablaba. Se calzó los anteojos, como si fueran necesarios para escuchar mejor, se sentó en la cama y entredormido me ametralló a preguntas: “¿Qué pasó?; ¿se lastimó alguien?; ¿hay heridos?; ¿vos estás bien? ¿Cómo fue?”.

Yo respondí, avergonzado: “No, nadie se cortó, pero hice mierda todos los vidrios nuevos; y te juro que no le pegué mal, pero el viento cambió de golpe y arruinó el efecto que le di”.

Mi viejo quiso sonreír ante semejante pavada, pero apretó los labios y en tono cómplice me dijo: “Sos boludo, ¿no? Bueno, no hay drama, no te preocupes, lo importante es que nadie se lastimó, lo de los vidrios tiene solución. Acompañame, vamos a ver cómo quedó todo”.

Bajábamos juntos los 24 escalones de la escalera de la casa. Él iba adelante. Luego ingresamos al sanatorio y caminamos hasta el consultorio. Había vidrios desparramados por todas partes, y la pelota histriónica estaba acostada exactamente sobre la camilla, iluminada por un rayito de sol que ingresaba por la ventana, a la que sólo le quedaban los marcos.

La luz que iluminaba a la pelota era similar a los flashes que alumbran a las estrellas de cine, después de que se escuchan los clics de los obturadores de las cámaras de fotos. Ni mi viejo ni yo, entendimos nunca cómo ni por qué, la pelota quedó en ese sitio, desafiando la física, la gravedad y toda lógica.

Mi viejo agarró una escoba, barrió los vidrios, tomó la pelota con la mano derecha, giró la cabeza sobre sus hombros, me miró, y con cara de preocupación, disparó: “Oíme, no me contaste lo más importante… ¿fue gol o no?”.

Ante mi respuesta negativa, se fue riendo, tarareando el tango “Patadura”, que cantaba Carlos Gardel: “Piantate de la cancha/ dejale el puesto a otro”.

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