La Voz del Interior @lavozcomar: La vida cotidiana de la inseguridad: el que se distrae pierde

La vida cotidiana de la inseguridad: el que se distrae pierde

Era una noche de julio, alrededor de las 21, frente al parque Autóctono, en la ciudad de Córdoba. De repente se escucharon gritos de una chica en una de las calles aledañas; más precisamente, en la esquina de Giménez Pastor y Gregorio Vélez.

“¡Están robando una casa!”, gritaba la joven, desesperada, mientras señalaba hacia una de las viviendas, a media cuadra de distancia. “¡Llamen a la Policía!”, clamaba.

Las cuatro personas que pasábamos por ahí nos miramos: nadie atinaba a sacar su teléfono. La razón: nadie lo tenía.

Los cuatro habíamos salido a caminar alrededor de ese espacio verde. Pero, como desde hace ya varios años, cuando hacemos eso dejamos el celular en nuestras casas.

A los pocos segundos, los ladrones salieron tranquilos de la vivienda violentada, con el botín en sus mochilas, y huyeron velozmente en moto.

De esa manera se completaba el círculo perfecto de la vida cotidiana de la inseguridad: las consecuencias de vivir de esa manera se transforman, a su vez, en causas por las que se hace más difícil combatirla.

Maletín aspiracional

Hace años que ya no se ve a nadie con portafolios en la calle. Las viejas marroquinerías deben tener acopiado un stock monumental de estos elementos, que antes usaban estudiantes, comerciantes y profesionales de diversas áreas.

A nadie en su sano juicio se le ocurriría ahora andar con esa ambulante invitación al arrebato. Aun sin contenido valioso, aquellos artefactos de cuero solían ser bastante costosos.

Conservo una colección inútil de esos maletines, obtenidos como regalos de cumpleaños, como obsequio al haberme recibido o como cortesía de algún tío que esperaba para mí un destino de trajes y despachos que, lamentablemente para él, no ocurrió.

Los había negros y marrones. Flexibles y duros. Con y sin doble fondo. Con cerradura normal o con esas en las que había que combinar números. Es más: a uno nunca pude abrirlo porque olvidé la combinación.

Podría decirse que se trataba de un elemento aspiracional que otorgaba un aire de prestigio que no dan riñoneras ni mochilas, mucho más seguras pero menos elegantes.

Me da lástima tirarlos; me generan dudas conservarlos; ni loco voy a usarlos.

Cuadra de vidrios

La cuadra en la que vivo suele estar decorada con vidrios en la vereda. Son los parabrisas rotos de los coches a los que les roban todo lo que tengan en el interior, además de las ruedas de auxilio.

El ornamento de esos añicos pulverizados permanece en la acera hasta que, una vez a la semana, los barrenderos los levantan.

Mientras tanto, son un recordatorio permanente de lo que sucede en esa zona cuando dejamos un auto estacionado junto al cordón. ¿A quién se le ocurre semejante barbaridad?

¿Horarios en los que eso sucede? Cualesquiera. ¿Días? Cualesquiera.

Ya nadie deja sus autos de noche estacionados afuera. Eso es garantía de que amanezcan sin rueda de auxilio, en el mejor de los casos, o bien con dos tacos de ladrillos sosteniendo el vehículo en el espacio ausente dejado por dos ruedas.

Las últimas dos reuniones nocturnas que organicé en mi hogar –una para amigos, otra para compañeros de trabajo– terminaron con alguno de los autos de los invitados sin ventana y sin auxilio.

Desde entonces, evito organizar encuentros en mi casa. Era el último reducto que esperaba perder: el de la socialización y la vida comunitaria como anfitrión gustoso de recibir a gente cercana.

La alternativa era pedirles que vinieran en otro medio de transporte. Pero no tuve éxito. Algunos son demasiado cómodos, otros no quieren usar el sistema urbano de ómnibus y el resto tiene un apego excesivo por el dinero que gastaría en un taxi.

A propósito, debería preguntarme si el problema es la inseguridad o la calidad de mis amigos. Mejor no averiguarlo.

Mi MP3

Cuando salgo al mundo exterior por algún motivo que no sea laboral, evito llevar encima celular, computadora, documentos, tarjetas, dinero que no sea el estrictamente necesario, billetera o llaves. Este último elemento es indispensable, así que, cada vez que salgo, saco del llavero sólo la llave de la puerta principal, de modo que esta pueda ser transportada dentro de la media.

Tampoco salgo a correr o a caminar con zapatillas nuevas –es más, elijo las peores–, por lo que si en esas ocasiones llegara a cruzarme con alguna persona conocida, esta vería a una especie de linyera vagando sin rumbo fijo.

Cuando me toca correr solo, la única forma de matar el aburrimiento es la música. Pero al no poder salir con celular, recurro a mi viejo MP3, de esos verdes con forma de guinda y una pantallita gris con letras negras. Se le pueden cargar dos discos enteros o tres, si tienen pocos temas.

Conservarlo sano es todo un arte: entre service y mantenimiento, debo llevar gastado el equivalente a un celular de gama media. Pero nadie se acerca con intenciones de llevárselo.

Costumbres hogareñas

Como uno de los robos a mi casa ocurrió inmediatamente después de que me vieron salir del garaje, hace tiempo que para irme tranquilo debo tomar ciertas precauciones.

La primera, nunca salir si hay gente afuera dando vueltas. A veces salgo hasta media hora después de lo previsto, a la espera de que esa gente se vaya.

Leído mientras uno lo escribe, se da cuenta de la locura: pueden ser las personas más inofensivas y honestas del mundo, pero la desconfianza generada tras recibir uno de esos golpes no se disipa con facilidad.

Además, andar en auto –una actividad relativamente simple y automática, aun para quien aprendió a manejar con marchas– requiere de una serie de contemplaciones sin las cuales seríamos blancos fáciles de la delincuencia.

Dejar el auxilio en la casa –salvo para viajes en ruta–; comprar y colocar tuercas de seguridad; pagar seguros escandalosamente altos; instalar alarmas volumétricas; gastar fortunas en las playas de estacionamiento, y pelearse con naranjitas ya son parte del hábito de manejar.

Capas de alarma

La vivienda en la que vivo acumula distintas capas geológicas, que se van sumando después de cada robo.

La primera capa es la de las rejas cuadradas verticales, que fueron torcidas hacia los costados la primera vez que entraron a robar.

La segunda es la de los barrotes horizontales adheridos a esas rejas, para evitar que puedan ser torcidas.

La tercera es la de los agregados de nuevos pasadores a las puertas de hierro que dan al patio, para poder colocarles más candados.

La cuarta es la de las cerraduras nuevas, instaladas tras el robo del manojo de llaves que estaba en en el auto una de las dos veces que robaron la rueda de auxilio.

La quinta es la de los nuevos sensores agregados a la vieja alarma, tan sensibles ahora que me despiertan cada noche en que el viento sobrepasa los cinco kilómetros por hora. La suerte indica que el día que los desconecte para poder dormir tranquilo, será justo cuando alguien entre a robar.

Y así nos resignamos a perder, además de la tranquilidad, la calidad del sueño.

La última capa es externa: la del servicio de seguridad barrial, que equivale, ni más ni menos, a resignarse a privatizar un servicio básico del Estado –el último servicio público que una sociedad debería aceptar privatizar.

Para colmo, esto no es garantía de que los robos cesen o muten, sino, apenas, un resguardo pasajero para cuando la gente que lo paga entra o sale de su casa. Es casi como pagar un peaje por traspasar nuestros propios portones.

Debate mentiroso

El hecho de que mi casa, la cuadra y el barrio en el que vivo sean un grano de arena en el mar de inseguridad ciudadana no sólo no es consuelo, sino que multiplica la preocupación.

Incluso las situaciones embarazosas antes descriptas no son nada comparadas con las que sufren comerciantes, vecinos víctimas del narco o personas que fueron agredidas, maltratadas o heridas.

¿Debería considerarme afortunado por eso? ¿Ni a esa culpa se puede escapar?

Como si fuera poco, estamos sometidos a un debate mediático sobre inseguridad que deja de lado la principal explicación: pobreza de 40%, marginalidad creciente, vastos sectores de la población que ya no pueden enfrentarse a los precios de una góndola, fragmentación social espeluznante…

Mientras tanto, las autoridades siguen discutiendo cuántos policías hay que poner en esas mismas calles que ellas ya no transitan solas desde hace tiempo, sea porque siempre que lo hacen suelen ir acompañadas por sus séquitos oficiales, o bien porque –incluso si lo hicieran– ya no son capaces de comprender lo que siente la gente.

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