La uva criolla entra a jugar en las grandes ligas de los vinos de calidad
El choque entre tradición y modernidad es siempre sugestivo y saca a luz antiguas dicotomías que tienden a disolverse por la misma dinámica cultural que todo lo absorbe. Pasa en la música, en la pintura, en la tecnología. Y pasa también en el gusto, un sentido muy marcado por las modas y las costumbres que transita vaivenes y a veces inexplicables cambios.
Esta reflexión sirve para exponer la reciente resolución del INV (Instituto Nacional de Vitivinicultura), que declaró a la uva criolla chica como apta para hacer vino de calidad. Incorporar esta variedad en ese grupo de prestigio implica poder rotular la etiqueta con nombre de la cepa y darle un valor sustancial, porque además permite declarar la indicación geográfica (IG) y revalorizar su estatuto gustativo.
“En realidad, siempre se hizo vino con las uvas criollas, pero para vinos a granel en los que se pierde la particularidad de la uva”, dice Francisco “Pancho” Lávaque, un referente productor de vinos en Cafayate. “Lo bueno del INV es que se supo adaptar, porque muchas de sus regulaciones estaban pensadas para otros tiempos y otros vinos. Esta declaración tiene un sentido de adaptación a algo que ya estaba pasando, una búsqueda que empezó hace unos años y que el público aceptó hace rato. La uva criolla tiene mucha historia”, agrega.
De España a las misas coloniales
¿De dónde proviene la uva criolla? Francisco Bugallo es un joven productor de vinos en Barreal, provincia de San Juan, y fue uno de los más activos impulsores del boceto que terminó en la resolución del INV. Explica que lo que conocemos como uva criolla tiene sus raíces en los mismos orígenes de la viticultura en América, ya que los españoles trajeron a partir del 1500 dos tipos de vides: Listán Prieto como variedad tinta y moscatel de Alejandría como blanca. Con estas variedades se hacía el vino colonial, fundamental para la liturgia cristiana, ya que no podía faltar en la misa. Con el tiempo, estas dos variedades se fueron entrecruzando de manera natural y formaron un subconjunto de cepas que fueron forjando sus características particulares. Entonces la uva criolla es en realidad una familia de una enorme cantidad de variedades.
La historia de las cepas originarias traídas de España es fascinante porque provienen de las sierras de Gredos, cerca de Madrid, la zona que producía el vino que bebían los reyes de España. Lo curioso es que la Listán Prieto se pierde porque se empieza a tomar vino de otras zonas y sólo sobrevive hoy en las islas Canarias y en América. Por diferentes razones botánicas, esta cepa se fue entrecruzando con la moscatel de Alejandría, dando lugar a distintos tipos de cepas criollas por toda América, en donde recibe diferentes nombres como uva país en Chile, misión en México y en Estados Unidos, negra corriente en Perú.
A partir de 1850 se produce el afrancesamiento de las variedades y las uvas criollas quedaron en el patrimonio colectivo que todos tenían en sus parrales o desperdigadas por los viñedos. Una de las características de la supervivencia de las uvas criollas fue su rendimiento: los productores fueron seleccionando las variedades que mejor se adaptaban al territorio en función de la productividad, no tanto de la calidad. Por lo que la uva criolla se difundió por todos los rincones de Argentina, desde Salta hasta la Patagonia.
Estudios genéticos han detectado y registrado al menos 70 variedades, de las cuales unas 20 están bien caracterizadas, entre ellas, la cereza, canela, moscatel tinto y moscatel rosado, malvasía criolla, torrontés riojano y torrontés sanjuanino, criolla grande y criolla chica.
Pura historia
El largo viaje de las uvas criollas las convierte en un patrimonio histórico y botánico muy valioso, pero que en cierta forma se ha ido perdiendo. Gracias a esta nueva generación de jóvenes entusiastas, se comenzó a rescatar la uva criolla para hacer vinos que no sólo tienen originalidad en su sabor, sino porque además se presentan con un potencial económico singular, porque atraen a un nicho de mercado ansioso por las novedades y que además está predispuesto a pagar un buen precio por botellas de producción limitada y muchas veces irrepetible.
La resolución 30-2024, con la firma del director del INV Carlos Tizzio, reconoce la variedad criolla chica para la elaboración de vinos de calidad enológica, permitiendo el uso de las expresiones Reserva y Gran Reserva, como así también el uso de Indicaciones Geográficas (IG) en vinos elaborados a partir de este varietal. Como la uva criolla es de poco color y de baja graduación alcohólica, la adecuación de la ley permite destacar las uvas como vino tinto a pesar del color generalmente muy tenue, casi como un rosado.
El potencial de la uva criolla es emocionante: viñedos pequeños y muy antiguos que ponen en valor las variedades locales y autóctonas, además de un patrimonio genético extraordinario. Lávaque cuenta que fue descubriendo la uva criolla de a poco como parte de la historia de los Valles Calchaquíes y sus innumerables pequeños viñedos, a veces en ranchitos perdidos. “Después de haber probado algunos vinos caseros de uva criolla, en 2017 encontré a través del boca en boca un viñedito en el Hualfin, Catamarca. En esa época había que preguntar dónde quedaban viñedos en pie, visitar a los productores y empezar a elaborar. Incluso ponía avisos en la radio para que los que tuvieran viñedos me avisaran para pasar a buscar las uvas. Así encontré uva en los patios en Santa María, en Angastaco, en Quebrada del Charque. Eso hizo que Vallisto creciera, y después empecé a microvinificar cada región por separado”, recuerda Lávaque.
Algo similar cuenta Francisco Bugallo, quien trabaja varios viñedos de parrales antiquísimos, en una zona en donde se ha potenciado la elaboración de vinos con uvas criollas. Su bodega CaraSur representa la nueva enología del Valle de Calingasta, buscando la calidad. “La carga genética de las plantas son un tesoro nacional que hay que saber aprovechar, porque si tenés una viña de uvas criollas, se puede hacer vino de calidad generando un valor importante”, dice Bugallo, quien tiene cinco vinos diferentes con uvas criollas, no sólo varietales, sino también blends.
En la alta gama también presente
Uno de los proyectos que generaron controversia en su momento fue cuando Cadus, bodega reconocida por elaborar sólo vinos de alta gama, presentó al mercado una etiqueta de criolla chica. Santiago Mayorga, que además elabora la criolla grande en Nieto Senetiner, cuenta que es de un antiguo parral en Tunuyán que lo fascinó: “Si la criolla chica se trabaja igual que los vinos de alta gama, el resultado es un vino de calidad que además tiene el encanto de que sólo se puede hacer en Argentina. Probamos diferentes vinificaciones hasta que dimos con un estilo directo, con maceraciones cortas y huevo de cemento, que nos ofrece un vino fresco, refinado y aromático. Esto es un atractivo muy fuerte para el mercado, tanto nacional como internacional”.
Otra de las bodegas prestigiosas que se animaron con la criolla es El Esteco, en Cafayate. Allí el enólogo Alejandro Pepa hace un vino de un parral registrado en 1958, pero que según los memoriosos data de muchísimo antes. Otros productores como los hermanos Durigutti en Mendoza, cuya bodega acaba de ser premiada como una de las 10 mejores del mundo por una prestigiosa publicación internacional, elaboran un vino de criolla en la línea Proyecto Las Compuertas a partir de antiguos parrales que rodean el viñedo y que incluso están ampliando la superficie plantada.
Conquistar los paladares
La conquista de los paladares es un paso más en este camino. El interés en las cepas criollas, además de su singularidad, se centra también en que está a tono con las nuevas tendencias en el vino: poco alcohol, fresco, de tonalidades claras y con mucho sabor. “Estamos en la mayoría de las cartas de los restaurantes importantes de Argentina y en el radar de los sommeliers internacionales… y es algo para destacar, porque se empieza a ver a la criolla como una puerta de entrada al vino argentino y como compañera gastronómica de nuestros platos emblemáticos. Suma valor por todos lados”, dice Bugallo.
La criolla fue mostrando el camino para elaborarla con potencial cualitativo. Concentra lo más profundo de nuestra historia y tradición, y al mismo tiempo se presenta como moderna y original. Mientras las nuevas generaciones exigen vinos suaves, la uva criolla aparece con un potencial único porque además es muy versátil y se aclimata a las diversas geografías del país, devolviendo las particularidades de cada terroir. Y además se pueden hacer distintos estilos y tipos de vino, desde frescos y sencillos hasta un pet nat como hacen Lávaque y en la bodega Alpamanta, o buscando complejidad como algunos de los vinos de CaraSur.
Un derrotero de más de 500 años a lo largo de América, de la mano de conquistadores y sacerdotes, de colonos y campesinos, sacando frutos de la tierra, extrayendo de la naturaleza los sabores botánicos y la sabiduría humana capaz de utilizarla. Las uvas criollas vuelven a estar en las mesas gracias al empuje de estos jóvenes enólogos con la gratificación que representa tanto para los pequeños productores como para los paisanos que tienen ese tesoro rodeando los ranchos o mezclados entre las viñas. Queda mucho por explorar y encontrar, haciendo emerger la historia colonial desde las entrañas de la tierra para envasarlas en un rico vino.
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