La nobel de la Paz que desafía el relativismo cultural
Narges Mohammadi nació hace 52 años en Zanjan, Irán. Fue detenida por primera vez cuando cursaba la carrera de Física en la Universidad Imam Jomeini, por escribir artículos sobre los derechos de la mujer en el periódico estudiantil.
En 2023 obtuvo el Nobel de la Paz “por su lucha contra la opresión de las mujeres en Irán y por promover los derechos humanos y la libertad para todos».
El premio tiene un sabor agrio: desde 2015, Mohammadi está encarcelada en la prisión de Evin, en Teherán, donde el régimen integrista concentra a la mayoría de la oposición política, y donde las torturas y los abusos son moneda común, según el informe 2023 de Amnistía Internacional.
Allí se describe que en las cárceles de Irán “la tortura y otros malos tratos eran generalizados y sistemáticos, e incluían palizas, azotes, descargas eléctricas, simulacros de ejecución, negación de alimentos y agua, y reclusión prolongada en régimen de aislamiento”.
Quizás porque la opinión pública mundial está demasiado ocupada por la escalada del conflicto en Medio Oriente, una reciente noticia pasó casi inadvertida: Mohammadi debió esperar nueve meses para que le permitieran ser hospitalizada, durante los cuales padeció los síntomas de una grave dolencia cardíaca.
Por no usar velo
En diciembre de 2023, en la ceremonia de entrega de los Nobel, sus hijos –exiliados en París, junto con su padre– lograron leer un escrito de Mohammadi obtenido de manera clandestina desde la cárcel. Allí, ella denunció al gobierno “tiránico” de los ayatolás y dijo que “el pueblo iraní, con perseverancia, superará la represión y el autoritarismo”.
Y elogió a los jóvenes iraníes que “transformaron las calles y los espacios públicos en un lugar de resistencia civil generalizada”, en referencia a las protestas que comenzaron a raíz del caso de Mahsa Amini, la joven de 22 años que murió en septiembre de 2022 tras un interrogatorio de la policía iraní, acusada de no usar el velo.
La represión que siguió a esas protestas fue brutal, y también puede ser leída en detalle en el informe anual de Amnistía.
Entre otros hechos, se relata que la Policía de la Moral intensificó la represión en todo el país contra mujeres y niñas que desafían la obligatoriedad del velo, y se les restringió su libertad de circulación. También se enviaron más de un millón de SMS a mujeres para amenazarlas con la confiscación de sus vehículos, se les negaron servicios básicos y se impusieron penas de prisión, multas y castigos degradantes, como hacerlas lavar cadáveres. Se cerraron a la fuerza más de 1.800 negocios por no aplicar el uso obligatorio del velo, en un país donde cualquier hombre puede casarse con una chica de 13 años.
Como se aprecia con facilidad, la de Narges es apenas una historia entre miles de miles.
Más allá de las lógicas de los medios y de las audiencias, la historia de Narges Mohammadi no parece ser un foco de atención central, o al menos no lo es con la densidad informativa que ocupan otros temas.
La misma percepción parece deslizarse con relación a dónde ponen la lupa de sus condenas algunas organizaciones de izquierda –para quienes Irán es un faro de resistencia en Medio Oriente– e incluso gran parte del movimiento feminista.
En una entrevista concedida al periódico español El Confidencial en septiembre de 2023, la activista Nilufar Saberi (expresidenta de la Asociación Iraní Pro Derechos Humanos), decía: “Es muy triste, pero no puedo dejar de decir la verdad por más que me duela: no sentimos el respaldo del feminismo internacional hacia nuestra causa. Sólo hay apoyos aislados”.
En Argentina este tópico es casi marginal, y no pareciera haber mucho lugar en la agenda del progresismo para reflexionar sobre lo que sucede en esa parte del mundo, salvo que sea para condenar a Israel por su intervención en Gaza.
Falso dilema
No se trata sólo de sostener posturas (o imposturas) políticas e ideológicas que motivan simpatías y rechazos: historias como la de Mohammadi desafían algunos límites del relativismo cultural, que defiende la validez y la riqueza de todo sistema cultural, al rechazar cualquier valoración absolutista moral o ética.
Sin embargo, conviene tener cuidado sobre el falso dilema que promueve al shiísimo iraní o al supremacismo occidental como las únicas alternativas.
La polémica no es nueva: está planteada desde el siglo 20 por científicos y filósofos, al sopesar el universalismo frente al relativismo cultural.
Es cierto que un universalismo extremo sólo generaría rechazo en el seno de una sociedad -–en especial, de las capas más tradicionalistas–, pero un relativismo cultural radical sirve para encubrir graves violaciones a los derechos humanos.
El tiempo de las redes sociales agudiza y permite ver con mayor claridad la selectividad condenatoria, que oscila el nivel de escandalización según sesgos y prejuicios.
Mientras tanto, Irán sigue siendo una fábrica de premios Nobel de la Paz –la abogada Shirin Ebadi lo obtuvo en 2003, por la misma razón que Mohammani–, y no pareciera deberse a una conspiración supremacista de Occidente.
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