La memoria fragmentadamente compartida
En estos días, cada argentino de más de 50 años tiene su opinión formada sobre el significado personal de 40 años de democracia argentina en su vida y en la de su familia. La memoria de la elección de aquel octubre de 1983, la vuelta a la democracia, las discusiones familiares, los miedos de los mayores y los nuevos aires de los jóvenes sin historia se mezclaban en esos días.
Los viejos políticos de los dos partidos más grandes se enfrentaban a adolescentes –y no tantos– con ímpetus de una libertad de expresión que no entendían muy bien. Había entonces –como lo siguió habiendo hasta el presente, con diferentes dualidades– dos países: uno que había vivido bajo un gobierno militar y otro que había sufrido bajo una dictadura militar.
Mismo país, mismas personas, distintas visiones. Las causas, las consecuencias, las culpas y los culpables de los años 1970 salían a la luz de forma incompleta y fragmentada, y la herida supuraba de tanto en tanto porque no se curaba del todo. El diagnóstico cambiaba con cada nuevo presidente que nos revisaba como país.
Los años 1980 significaron la reivindicación de muchos y el castigo de otros. La sociedad parecía encaminada a una suerte de pacificación pactada por muchos y criticada por otros tantos.
Con la democracia nos prometieron que se podía no sólo educar, curar y comer, también se podía pensar y hablar en voz alta. Los jóvenes disfrutábamos de una Argentina renovada, leyendo y cantando verdades que aún hoy lee y canta toda Latinoamérica. Les pusimos música a nuestros futuros recuerdos y la memoria se emociona con sólo escuchar algunos compases.
Hablábamos de amor, de libertad, de identidad, de vida. Cual tanguero viejo, los chicos de entonces nos acostumbramos a piantar varios lagrimones cuando a la distancia escuchamos esa música que nos lleva a revivir una juventud que se nos pasó sin darnos cuenta. Y de añorar un país que a veces se siente que sólo existe en el recuerdo.
Los años 1990 trajeron la ilusión de ser parte de un país moderno, la esperanza de trabajar en lo que habíamos estudiado si se podía, o en trabajar de cualquier cosa. Porque éramos jóvenes y no teníamos miedo a nada. El miedo parecía haber terminado en 1983.
Los favores políticos se volvían más obvios, menos disimulados que aquellos que habían seguido siempre un secreto código de caballeros.
El impacto de 2001
Hacia el final de esa década, las rivalidades políticas se volvieron más profundas, más hirientes, pero las víctimas dejaron de ser los políticos, comenzaron a ser los ciudadanos. La sociedad argentina enojada pidió que se fueran todos, para descubrir que sólo se movieron al fondo de la imagen solamente, que no se fueron, o que se fueron, pero dejaron a sus amigos de confianza.
Después de todo, en esos casi 20 años de renovada democracia habían aprendido las nuevas malas costumbres que la estabilidad democrática había permitido. Poco a poco, nuestra generación empezó a ver grietas finitas en nuestra sociedad.
Entre 1930 y 1983, la alternancia de gobiernos militares y democráticos no alcanzaba para crear costumbre, pero entre 1983 y 2001 ya había una generación de aprendices políticos que podía navegar los vericuetos del Estado a sus anchas. Para la ciudadanía, lo que siguió fue simplemente la supervivencia con períodos de paz y otros de inquietud, que ya nos afectaban la salud, porque es sabido que un poco de emoción es buena, pero vivir en la incertidumbre mata.
Mientras tanto los jóvenes veíamos cómo nuestros padres trabajaban, se angustiaban, seguían poniendo el hombro al país y se morían sin entender por qué pasaban algunas cosas si ellos habían hecho bien sus deberes. Y nosotros seguíamos su ejemplo, pero nos dábamos cuenta de que la cosa no era tan transparente como nos las habían contado de chicos. Que los caballeros de antes ya no existían, que fueron reemplazados por figuras políticas –el sustantivo “político” les quedaba grande–, que los empresarios ganaban y perdían, pero los políticos nunca perdían, y tampoco dejaban la política. Mudaban de partido, se disgustaban, se ofendían, se transformaban y regresaban siempre renovados, o cambiados.
Y como en los años 1970, pero por distintas razones, miles de argentinos emigraban. No huían para salvar su vida, no se exiliaban como antes lo hicieron tantos otros, con la esperanza de regresar. Con la mitad del corazón –porque quien se va de su tierra deja parte de su alma enterrada allí– buscaban un futuro que su país les negaba o les hacía imposible.
Los cincuentones de hoy, y a pesar de todo, seguimos ilusionados, rogando que el próximo presidente argentino devuelva a los adolescentes y a los jóvenes de hoy la misma sensación de libertad, respeto y esperanza en nuestro país de hace 40 años, cuando recuperamos ese 30 de octubre de 1983 nuestra bendita democracia.
* Licenciada en Sociología
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