La Voz del Interior @lavozcomar: La máquina de hacer explotar argentinos

La máquina de hacer explotar argentinos

Los argentinos son bombas de tiempo ambulatorias, y la geografía del país está regada de oficinas donde miles de personas a sueldo del Estado se dedican, de lunes a viernes y a razón de ocho horas diarias, a fabricar detonadores para hacer que exploten.

Ser argentino es estar acostumbrado a estallar, a habitar siempre ahí, en el borde último, en el filo de la boca del volcán, a punto del reviente. A menudo, esto ocurre varias veces en una misma semana.

Si hubiera que elegir una escena entre toda la producción literaria, artística, que la Argentina ha producido en sus 214 años de existencia, que defina de manera perfecta ese estado de ánimo que produce la colisión cotidiana contra la inutilidad y la burocracia, sería la cuarta historia que aparece en Relatos salvajes, no casualmente la película argentina más exitosa de la historia.

Allí, un ingeniero porteño protagonizado por Ricardo Darín hace explotar el predio donde las grúas depositan los vehículos que fueron encontrados mal estacionados, luego de que él fuera víctima, injustamente, de una multa por estacionar junto a un cordón despintado.

Contra la burocracia y la irracionalidad, no hay reclamos que valgan. Ricardo Darín, en una escena de la película

La escena de Darín untando la medialuna en el café con leche, gozoso mientras ve por la ventana del bar que la grúa le engancha y lleva el auto donde ha colocado la bomba, es una desiderata, es casi un símbolo nacional.

Es la escarapela, la bandera, el himno pagano de cualquier habitante de a pie que tiene que lidiar cada día con escenas como la de esta semana, con los gremios de la empresa aérea estatal nacional que, por sexta vez en menos de un mes, realizaron medidas de fuerza, paros encubiertos y desmedidos, que afectaron la vida de cientos de miles de personas.

Estudiantes que iban a comenzar una carrera en el extranjero; deportistas que iban a importantes competencias; hijos que volvían a reencontrarse con sus padres; pacientes que debían trasladarse por cirugías; empresarios que necesitaban cerrar un negocio; diplomáticos, profesionales que tenían planeados importantes encuentros de trabajo; participantes de congresos; viajeros en itinerarios de placer: todos planes arrojados a la basura, todas ocasiones perdidas o –con suerte– obligadas a ser reorganizadas porque sindicalistas despóticos, atornillados a un cargo desde hace décadas, decidieron reclamar así por un asunto particular y arruinaron las vidas de los demás.

Usando las vidas de los demás como herramienta de extorsión. Tal cual se repite todos los años y desde hace décadas cuando choferes de colectivos, maestros, médicos, recolectores de residuos, camioneros, bancarios o empleados de cualquier otra actividad esencial, apalancada con dineros del Estado, ejercitan el chantaje contra la mayoría de los habitantes como dispositivo de presión.

Cualquier extranjero que ve la cara de satisfacción y deliciosa venganza que pone un argentino mientras observa con una sonrisa la reacción del ingeniero Bombita, se da cuenta inmediatamente de que no está de visita en un país normal.

La burocracia y la abundancia de normas y trámites estúpidos que hacen más difícil la vida cotidiana no son exclusivas de la Argentina, pero encuentran aquí un jardín de las delicias. Además, son el combustible para la multiplicación de prácticas de la corrupción, nuestro deporte nacional, porque detrás de cada disposición irracional hay una ventanilla donde un corrupto o un protegido hace su negocio.

Una de las iniciativas más necesarias que ha vuelto a ponerse en marcha este año, bajo el actual Gobierno nacional, es la que intenta despejar el horizonte legal del país haciendo desaparecer cientos de leyes absurdas que todavía siguen vigentes.

Miles de personas atrapadas en los aeropuertos por los paros reiterados de los gremios aéreos. (AP/Archivo)

Hay leyes que actualmente regulan el control de las palomas mensajeras, que exigen carné a los mochileros, que prohíben remontar barriletes o usar sombreros en el cine.

Hay oficinas que parecen inventadas para garantizar los ingresos a los corruptos o a sus familiares. ¿Quién no pensó eso cada vez que le tocó ir a un Registro Automotor, tener que madrugar, perder horas de vida haciendo colas para obtener un sellado, poner una firma, pagar por innumerables trámites absurdos que parecen requisitos para construir una central nuclear más que para permitir manejar un simple auto?

Otra disposición conocida estos días apunta a que los políticos de todos los partidos dejen de robarles a los contribuyentes mediante el agregado de tasas especiales y cobros insólitos en cada impuesto o servicio que cobra el Estado.

Son imágenes que forman parte de esta máquina de vejación de ciudadanos que es la burocracia ejercida por ineficaces, aprovechada por corruptos y profundizada por prepotentes.

Es una sucesión interminable de obstáculos y decisiones cotidianas, indolentes, frívolas y de apariencia impensada. Exactamente lo que la filósofa Hannah Arendt llamaba la banalidad del mal.

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