La máquina de fabricar cretinos
Es uno de los máximos símbolos argentinos, aunque fue fabricado y comprado en Francia.
Millones de personas creen que lo usó Bernardino Rivadavia, primer jefe de Estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata que fue llamado presidente. Pero no: lo inauguraron las sentaderas de Julio Argentino Roca en su primera presidencia, en 1885.
A tono con sus anhelos europeizantes, Roca habrá preferido posar sus nalgas en este sillón de nogal italiano laminado en oro antes que correr el riesgo de imitar los efluvios bárbaros de Juan Manuel de Rosas, que acomodaba su traste en una poltrona hecha con astas de ciervo y pedazos de colmillos de elefante, que le había regalado un comerciante estadounidense y que puede contemplarse en el Museo Histórico Nacional ubicado en el parque Lezama, de la ciudad de Buenos Aires.
Deberemos coincidir en que el famoso sillón de Rivadavia, donde descansan consecutivamente sus traseros todos los presidentes argentinos, lleva décadas funcionando mal y a nadie se le ha ocurrido todavía llamar a un técnico que vaya y lo revise.
Presidente que llega, consagrado por millones de votos y aplausos, se descompone a poco de usar el sillón, empieza a funcionar mal, se traba, no procesa bien y acaba convertido en un cretino.
El sillón de Rivadavia es un electrodoméstico descompuesto, una máquina que alteró su propósito y que, en vez de elevar a sus ocupantes hacia un lugar luminoso de la historia, les absorbe sus mejores energías, los vampiriza, los hunde y los degrada moralmente.
Es como el almohadón de plumas del cuento de Horacio Quiroga, que debajo de la funda escondía un parásito nauseabundo y sediento de sangre.
La víctima Alberto
Miremos, si no, lo que hizo el sillón con Alberto Fernández. El último expresidente comenzó como un padre protector, exponente de un peronismo bonachón y de uñas cortas, pero acabó siendo un mueble más ineficaz aún que el sillón, y hoy se encuentra envuelto en el maremoto del escándalo de los seguros que él hizo contratar a los organismos estatales. Negocio con el que habría volcado miles de millones en las billeteras de viejos amigos.
Miremos a la inteligente y gran oradora Cristina Fernández, que luego del paso por el sillón terminó condenada por corrupta, procesada en investigaciones en las que se la acusa de recibir bolsones llenos de dinero en su departamento de Recoleta, y con una prohibición perpetua para volver a montar sillones oficiales y cargos públicos.
Ni hablar de su esposo, Néstor Kirchner, a quien la muerte salvó de un destino judicial similar y que nos legó imágenes de su fetichismo por las cajas fuertes, y de retroexcavadoras enviadas por jueces federales para buscar dólares enterrados en estancias desérticas de la Patagonia.
Macri, la esperanza blanca, hociqueó sin llegar a jugar el segundo tiempo.
Menem, el profeta de los llanos riojanos, terminó sospechado de haber estallado una ciudad para ocultar las pruebas de un tráfico internacional de armas.
Ni el busto tendrán
Nótese que no estamos hablando de simples delitos, de la habitual rapiña y latrocinios a que nos tiene acostumbrados la corruptocracia criolla, sino de episodios que desnudan la inmoralidad humana, que se despreocupan del destino de millones de personas perjudicadas por sus acciones.
El sillón de Rivadavia también hizo las suyas con Fernando de la Rúa; con Eduardo Duhalde; con la candidez democrática de Raúl Alfonsín; con el puntano Rodríguez Saá, que hoy cobra una pensión millonaria pese a que sólo probó la almohadilla del sillón presidencial durante apenas siete días.
Tan malos han sido los presidentes argentinos del último medio siglo, es tanta la vergüenza, que los últimos mandatarios evitaron incorporar todos sus bustos a la galería de la Casa Rosada donde deberían estar.
El último ocupante del sillón, Javier Milei, a la hora de los símbolos puso toda su atención en hacerse tallar un bastón especial, con sus cinco perros clonados, pero ignora que el problema quizá esté en el sillón que no fue de Rivadavia. Alguien bueno debería ir y avisarle.
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