La integración de la Corte Suprema: protagonistas y criterios institucionales
El 17 de abril de 1990, el presidente Carlos Menem promulgó la ley que ampliaba el número de integrantes de la Corte Suprema. Al día siguiente, envió al Congreso los pliegos de los nominados. El 19 del mismo mes y año el Senado prestó acuerdo a sus designaciones. Lo hizo en escasos siete minutos de una sesión secreta.
La opacidad de este procedimiento, por el carácter secreto de esa sesión y por el despreocupado tratamiento de sus antecedentes, tuvo importantes consecuencias institucionales en nuestro país. La más obvia: algunos de los nuevos jueces carecían de antecedentes suficientes para ser parte de la cabeza de un poder del Estado.
Pero también marcó en ese ámbito los objetivos de la Convención Constituyente de 1994. Por eso, estableció que para esta designación se requería de una mayoría calificada de dos tercios de los miembros presentes del Senado. Además, que el tratamiento de quienes fueran nominados sea realizado en sesión pública, convocada al efecto.
Entonces, el presidente nomina y el Senado controla que aquellos posean las cualidades necesarias para desempeñar el cargo. Con su acuerdo, el Senado revisa si el propuesto reúne los requisitos constitucionales y formales para ser miembro de la Corte Suprema. Al mismo tiempo, valora –o debe valorar– sus antecedentes profesionales, morales, cívicos y políticos.
De ahí que su función no debería limitarse a una evaluación formal. Debería tener en cuenta la concepción que el o la candidata poseen sobre temas controvertidos en materia constitucional. La designación, por eso, es un acto constitucional complejo, inserto en la lógica de la separación de poderes, en el que intervienen ambas instituciones.
En 2003, el entonces presidente de la Nación dictó el decreto 222/2003, llamado de “Autolimitación presidencial para la designación de los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación”. Según sus fundamentos, modernizaría ese procedimiento a través de una mayor participación colectiva. Esto se asegura con la posibilidad ciudadana de observar o adherir a las candidaturas. Esta mayor exposición favorecería el debate social sobre la trascendencia institucional de las designaciones.
La eficacia de este decreto fue, sin embargo, dispar. Al comienzo, coadyuvó al recupero de la legitimidad perdida por una institución desprestigiada socialmente. Lo hizo tanto por las cualidades de los nuevos integrantes como por el procedimiento llevado a cabo para su designación. No obstante, algunos sucesos posteriores demostraron la debilidad de la herramienta. Ella dependía de la buena voluntad de su autor; pues, como cualquier autorrestricción, podía desobedecerse sin consecuencias prácticas.
Esta situación fue ostensible con la renuncia de Augusto Belluscio y la destitución de Antonio Boggiano. Vencido el plazo fijado para motorizar la designación de sus reemplazantes, el Poder Ejecutivo no propuso ningún postulante. Esto paralizó sobre temas controvertidos a una Corte integrada por seis miembros pero conformada legalmente por nueve. Esta situación recién se subsanó con el dictado de la ley 26.183, que redujo el número de integrantes del tribunal.
Una cuestión constitucional
La reciente renuncia de la doctora Elena Highton de Nolasco pone en la agenda pública, una vez más, la composición de la Corte Suprema de Justicia. La dimisión tendrá efectos a partir del 1° de noviembre. Por eso, es una buena oportunidad para analizar los criterios para integrarla.
Pensar la composición de la Corte es una tarea inescindible de sus funciones constitucionales. En nuestro sistema, debe ocuparse de cuestiones constitucionales y federales: asegurar la supremacía de la Constitución y la protección de los derechos más fundamentales. Sólo de manera excepcional puede conocer temas relativos a aquello que se conoce como derecho común. Esto es, temas laborales, penales, civiles y comerciales que no se refieran a una cuestión constitucional.
Esto es importante, porque la práctica llevada a cabo en nuestro país de designar a jueces no especialistas en derecho federal puede tener consecuencias en el trabajo de la Corte. Martín Oyhanarte sostuvo que el caso argentino muestra que una tendencia a seleccionar candidatos con experiencia no centrada en derecho constitucional podría conducir a una expansión indeseable de la competencia y el volumen de casos decididos por la Corte.
La designación de magistrados es un acto doblemente político. Según el sistema de control de constitucionalidad argentino, todos los jueces están habilitados para declarar la inconstitucionalidad de una norma. Por eso, es muy importante que el presidente, el Senado y la ciudadanía conozcan los criterios constitucionales que abraza quien sea postulante. No escapa a este análisis cómo ellos y ellas conciben el rol institucional de la Corte.
Por supuesto, no existe manera alguna de asegurar que ellos y ellas, una vez arribados al tribunal, mantengan su posición. Pues, como dice Marie France Toinet, “(en) el Tribunal Supremo un juez es imprevisible, porque es vitalicio y porque puede estar interesado en el lugar que la historia constitucional le tiene reservado”.
Las exigencias constitucionales y el consenso en su figura son buenos indicios para incentivar propuestas de candidatos aceptables y moderados. Ellos y ellas deben estar comprometidos con la defensa de la supremacía constitucional y los derechos constitucionales, pues esa es su función institucional. Si cumplen con esa misión, ya sabemos cuál será el lugar que la historia les tiene reservado: el reconocimiento de haber cumplido con su deber.
* Abogado, docente de Derecho Constitucional (UNC y Siglo 21)
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