La infancia vulnerada
Las recientes reflexiones y advertencias del papa Francisco sobre la explotación laboral infantil vienen a ratificar con firmeza un flagelo que se expande en todo el mundo en función de inescrupulosos “empleadores” de distinto pelaje y de la escasa intervención estatal en materia de controles.
Como bien afirma el Pontífice, este cuadro de desamparo se potenció a causa de la pandemia, con doble perjuicio para la infancia: la deserción escolar, para caer en “las garras” (así lo define) de la explotación en condiciones inhumanas.
Es de conocimiento público que miles de niños, niñas y adolescentes en situación de vulnerabilidad social (esto es, la pobreza extrema) abandonan la escuela empujados por una situación familiar que no los contiene y por un Estado a veces ausente.
Del mismo modo, funge como una vieja deuda de las instituciones gubernamentales poner a la niñez a salvo de la utilización laboral por parte de mayores de dudosos principios morales. Incluso, de la propia familia.
Francisco reaccionó de manera vehemente a través de un mensaje que envió al director general de Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), Qu Dongyu.
Allí define la explotación laboral infantil como “esclavitud” y pone de relieve que los menores abandonan la escuela para hundirse en tareas que no les competen y que contrarían su desarrollo. Es más: contraen enfermedades de distinta naturaleza y gravedad por las deplorables condiciones en las que desarrollan las tareas que les son exigidas.
“Para muchos de estos pequeños hermanos nuestros, faltar a la escuela significa no sólo perder oportunidades que los capaciten para afrontar los retos de la edad adulta, sino también enfermar. Es decir, verse privados del derecho a la salud”, denuncia en la referida misiva el líder de la Iglesia católica.
Se trata de un mensaje dirigido no sólo al director de la FAO, sino también a toda la comunidad internacional, de modo de erradicar este flagelo y “sensibilizar” a los desaprensivos que lo alientan.
En línea con ese razonamiento, es oportuno reiterar el compromiso que cabe a la población en general de denunciar estos atropellos. Y al Estado, el control riguroso, tanto en lo concerniente a la sumisión laboral infantil como a la deserción escolar.
No es necesario remitirse a tierras remotas para observar y constatar estas violaciones a las leyes que prohíben de manera taxativa el empleo de menores. ¿Quién no ha visto en la ciudad de Córdoba a niños y a niñas vendiendo baratijas en la vía pública o mendigando a la vista de sus padres?
Es cierto que la pandemia causó estragos sanitarios y de otra índole. La cuarentena, la virtualidad escolar y la pobreza que golpea a los grupos más vulnerables configuraron un escenario de espanto.
El compromiso es global. Nadie puede desentenderse de sus obligaciones cuando un niño crece en la explotación laboral, alejado de sus vínculos familiares y de la imprescindible formación en las aulas. De otra forma, estamos en problemas.
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