La Voz del Interior @lavozcomar: La importancia de llamarse Ernestina

La importancia de llamarse Ernestina

No tengo un misticismo con los nombres. No creo realmente que el significado detrás de esa palabra que nos señala encierre, bajo un cifrado poco específico, nuestra esencia individual. Me inclino a pensar, sin embargo, que la forma en la que un nombre es llevado por el mundo desencadena ciertos cursos de acción y oculta otros. Lo sé por mi historia con mi propio nombre.

Como le sucede a la mayoría, aprendí que algunos hilos de mi mundo normal eran rarezas recién en la escuela primaria. El primer día de primer grado, vi que mi maestra había dispuesto todos los nombres de sus alumnos en una de las paredes del salón. El mío era el más largo, con demasiadas letras; daba fatiga leerlo y ocupaba más espacio que “Sol”, “Enzo” y “Julieta”. Había algo raro.

Más tarde, en las primeras incursiones de socialización preadolescente, empecé a conocer la gestualidad que hasta el día de hoy manifiesta quien pregunta mi nombre. Cuando lo escuchan, recibo un “Ah” apagado, con retracción y con esa confusión que sobreviene cuando en el medio de la coreografía olvidamos qué paso seguía. Algunos me vuelven a preguntar; otros ni reparan en la confusión.

Pero siempre hay un grupo que apela a la creatividad, en un intento por aportar inteligibilidad. Son quienes eligen escuchar otro sonido y durante un tiempo (a veces décadas) me llaman con alguno de estos nombres: Etelvina, Evangelina, Enriqueta, Alfonsina y Estefanía. En mi corazón hay un lugar especial para el único invento verdaderamente original, de un chico que conocí en la pubertad y realmente creyó que mi nombre era “Vitina”. Sí, como la sopa.

La otra

Por una razón que desconozco pero me gustaría conocer, durante los años 1990 era frecuente el merchandising de los nombres propios. Gorras, patentes de auto en miniatura, tazas, pulseras artesanales y miles de chucherías eran lucidas con orgullo por personas con nombres sencillos. Cada vez que encontraba uno de esos escaparates, buscaba durante horas el mío, pensando que tal vez estaba mal puesto, mezclado con otras letras, en la hilera de nombres masculinos o de mascotas. Nada.

Jamás en todos mis años de existencia encontré un mísero pedazo de plástico con mi nombre. Podría, ahora que soy adulta, contactar a algún emprendimiento que me hiciera una taza personalizada y coser esa herida narcisista; pero no es lo mismo. La gracia del juego de los nombres es encontrar el propio ahí entre muchos, y no adaptar el producto al nombre por alguna incapacidad nominalista.

Recuerdo que en mi infancia fue un tema de conversación con mis padres: ¿por qué eligieron un nombre que, dentro de los límites de mi pequeño mundo, era extrañísimo y de persona vieja? El nombre lo eligió mi padre, luego de escuchar que así se llamaba mi bisabuela materna. Mi madre estuvo de acuerdo y descartó el que tenía pensado: Jazmín.

Desde el momento en que escuché esa historia (tan breve que casi no califica de tal), Jazmín fue para mí una suerte de doble que habita en el Mundo Bizarro. Jazmín es mi opuesto absoluto; para constatarlo, basta con explorar el nombre: dulce, perfumada, femenina y fresca como una gota de rocío que se posa delicadamente sobre un pétalo, bondadosa, grácil y transparente.

Empecé a forjar mi personalidad un poco a la sombra de ella, y se me ocurre averiguar ahora qué sectores del relieve de mi personalidad son genuinamente míos y cuáles son una forma de marcar distancia con “Jazmín”.

Mi nombre no invita a los diminutivos cariñosos; los niños que intentaron hacer dibujitos y dedicármelos no avanzaron más allá de la cuarta letra (con justa razón); los enamorados que irónicamente quisieron encerrar mi nombre en un corazón abreviaron el trámite poniendo la inicial.

Tal vez el que peor la pasó fue un artesano que hacía figuras con alambre de colores al costado de La Cañada. Esa noche estaba alcoholizado y se acercó a mi grupo a vender su trabajo. Con gallardía, se ofreció a formar mi nombre con alambre. Le dije que no le convenía, que intentara con otro, pero insistió. En la tercera letra, su cara se volvió más seria y fatigada, y se formó una película de arrepentimiento en sus ojos.

Le dije que ya no importaba, que se había ganado el dinero. Siguió. Todos lo mirábamos con admiración; habíamos entendido, en un respetuoso silencio, que su tarea ya no tenía que ver con nosotros ni con el dinero, sino con una lucha personal que se remontaba a otras noches y a otros nombres multisílabos. Finalmente lo hizo, letra por letra y con un corazón al final.

Arte para nombrarte

Mi madre siempre consideró que la poca frecuencia de mi nombre era signo de distinción. Su argumento tenía como única prueba el nombre de la empresaria y legendaria dueña del diario Clarín, pero para mí no era suficiente. Mucho menos lo fue después de escuchar la canción que le escribió Liliana Felipe y que lleva su (o nuestro) nombre.

El marqués de Sade tituló una de sus novelas con mi nombre, pero no sé cómo sentirme al respecto. Tal vez pueda roer unas migajas de vanidad al considerar que sintió una súbita inspiración al escuchar la musicalidad de esas letras. No leí la novela y preferiría no hacerlo. Hay ciertas construcciones oracionales propias de su pluma en las que no quisiera verme nominalmente involucrada.

El panorama cambió un poco cuando mi novio recordó un día que en su infancia chilena había leído una novela infantil con mi nombre. Por supuesto, asumí que se equivocaba, hasta que un año después encontramos, en una de las tantísimas ferias de Santiago de Chile, un ejemplar de esa novela en perfecto estado. Así que, en mi biblioteca, mi nombre no es dicho desde el marqués de Sade sino desde Enriqueta Flores.

La misma

Todavía mi nombre se presta a equívocos. Es habitual que lo escriban con H, que lo acorten en la sílaba que no me gusta. A veces su rareza lo hace fácil de recordar y de stalkear. Salí con un sujeto que a la segunda cita se tropezó con la confesión de que me había googleado y hasta mencionó los resultados de la búsqueda.

Encontró que en México existe una señora con amplia carrera política que no sólo lleva mi nombre sino también mi apellido. Él no salía de su asombro. Le dije que lo sabía, que muy cada tanto alguien lo descubre y me lo comenta. En mi chat de Facebook, hasta el momento tengo tres mensajes privados de mejicanos que también se confunden, me felicitan por el resultado de las elecciones y piden solución a los problemas que atraviesa su comunidad.

Creo que mi nombre no es tan poco frecuente para sentirme especial y excéntrica. Tampoco es lo suficientemente habitual para sentirme del montón en un padrón o en una lista de asistencia. Una sola vez le dije “tocaya” a alguien y creo que nuestra sintonía inmediata se debió exclusivamente a esta coincidencia, posiblemente la única de nuestras vidas.

Entiendo que tal vez sea yo el único ejemplar de mi nombre que muchas personas vayan a conocer en sus vidas. Encierra, esta probabilidad, una suerte de responsabilidad vanidosa, una exigencia moral autoimpuesta de estar a la altura de mi nombre. Tal vez se deba a que arrastro un severo realismo metafísico, pero me resulta curioso que nunca se me ocurra que sea mi nombre el que tiene que estar a mi altura.

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