La Voz del Interior @lavozcomar: La herramienta en la máquina

La herramienta en la máquina

Una pregunta obsesionó a Karl Marx durante toda su vida: ¿qué distingue una máquina de una herramienta? Desde La miseria de la filosofía (1847) hasta El Capital, 20 años después, ese problema vuelve recurrentemente. Se lo plantea a Engels en diferentes cartas, en donde le pide información permanente sobre innovaciones industriales. A mediados de la década de 1860, definió Tecnología como la “modernísima ciencia” que tiene como principio objetivar los procesos productivos “sin tener en cuenta para nada a la mano humana”.

Por momentos, Marx parece sugerir que la herramienta, justamente porque no puede prescindir de la mano humana, es esquiva a ser captada por el imperio de esa modernísima ciencia. A través de la herramienta, la producción no queda sólo objetivada, sino que se hace sujeto. El portador de la herramienta se transforma a sí mismo al desarrollar un virtuosismo técnico personal, que es condición de posibilidad de virtudes epistémicas y morales.

Ese vínculo entre herramienta y sujeto se vuelve tan fuerte que los trabajadores, al decir de Marx, “quedan tan ligados a sus medios de producción como el caracol a su concha”. Por otra parte, uno de los aspectos de la era industrial que más le interesaban era que las máquinas industriales habían logrado romper esa alianza, y ahora portaban ellas las herramientas que otrora habían pertenecido a la mano del obrero humano.

En El capital da un ejemplo muy ilustrativo. El telar automático no hace ninguna de las operaciones que los tejedores hacen con sus brazos y manos, y sin embargo, utiliza la misma lanzadera que estos usaban antes de su invención. La maquinaria industrial se constituye en una metatécnica, una invención técnica capaz, no de crear la técnica humana, sino de re-crearla de otra manera, para producir sin ella.

Marx murió en marzo de 1883 y no pudo ver cómo siguieron evolucionando las máquinas a conjuntos técnicos complejos que permiten y prohíben el paso indistintamente de información, de energía, de capitales. Los dispositivos informáticos desplazaron del centro de la escena mundial a las máquinas individuales, rígidas, mecánicas, cíclicas, que operábamos con palancas y perillas. Una maquinaria fluida y continua con la que nos podemos comunicar a través de números, del alfabeto y, recientemente, con el lenguaje natural.

La experiencia del siglo XIX, de la máquina como lejana, que se deja atrás en la fábrica mientras vamos a nuestro hogar sin máquinas (la máquina como lo otro del hogar); o la del viajante que espera el tren en el andén, como a una máquina ajena, lejana, que se aproxima desde lejos, ya no son las experiencias mayoritarias.

Nuestros hogares están llenos de máquinas informacionales (más aún, nuestros bolsillos están llenos de esas máquinas) que registran nuestras conversaciones, nuestras preferencias, nuestras transacciones, nuestras producciones escritas, nuestro hablar, y los administran en flujos, los modulan estadísticamente y nos asisten en nuestras tareas coorganizandolas sin que lo notemos, si no hasta que se rompen o algo no sale como queremos.

Las máquinas actuales son tan flexibles que se tornan también herramientas, pero ya no sólo manuales, sino también intelectuales, cognitivas, afectivas, y no solamente personales, sino masivas, conectadas. Las tecnologías de la información, incluyendo la inteligencia artificial, son metatecnologías que han expandido su campo de re-creación técnica a múltiples dominios más allá de lo estrictamente productivo. Son tecnologías de las tecnologías productivas, pero también son tecnologías de las tecnologías de la comunicación, el entretenimiento, el comercio, la educación, la logística. Han quedado ligadas a nuestra cultura basada en tecnologías antiguas como la concha al caracol, y, por eso mismo, las máquinas digitales han devenido lo impensado de la cultura: el caracol no sabe que tiene caparazón porque es también caparazón.

En el medio de esa confusión estalla, entonces, la paradoja: las tecnologías digitales pueden ser herramientas que desarrollen virtuosismos colectivos y modifiquen a los sujetos abriendo nuevos mundos y, a la vez, se erigen como máquinas poderosas (con cinco o seis enormes cabezas corporativas) que aumentan las desigualdades y la explotación. La pregunta sigue vigente ahora en la era digital: ¿cómo distinguir la herramienta de la máquina?

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